INTRODUCCIÓN MIRAR COMO SE ESCRIBE: YOLANDA DE BOLIVIA
Mónica Velásquez Guzmán
Casi todos coinciden en el recuerdo: una mujer pequeña, frágil; dama proveniente de una familia culta, especialmente marcada por la figura de su padre, también escritor; una escultora y una buena maestra; la poeta a quien el grupo cultural Gesta Bárbara nombró como Yolanda de Bolivia… Leyendo su obra uno se queda imaginando esas descripciones entre las líneas de los poemas, uno queda frente al retrato que esboza una imagen paulatinamente más difusa profiriendo palabras cada vez más volcadas al silencio. ¿Quién fue Yolanda Bedregal?
En 1937 se publica en La Paz su primer poemario bajo el título de Poemar, al que seguirán Almadía (1942), Ecos (1942), Nadir (1950), Del mar y la ceniza (1957), El cántaro del angelito (1979), Convocatorias (1994) y la antología Escrito (1994). Una primera fotografía daría cuenta de la joven poeta, rebeldía de trenzas y vestidos indígenas, en medio de una vida cultural que iniciaba en las tertulias y visitas de los poetas de entonces (Gregorio Reynolds, José Eduardo Guerra o Armando Chirveches) a su padre, el también escritor Juan Francisco Bedregal.1 Retrato en el que ya veríamos perfilarse una de las líneas constantes en esta poesía –especialmente en la que quedó inédita– la relación o el diálogo con obras de otros poetas bolivianos, que se reflejará tanto en poemas como en abundantes crónicas y presentaciones de libros.
Una segunda fotografía retrata a nuestra poeta en 1948, cuando ya había publicado tres poemarios y era reconocida por poetas contemporáneos suyos con el nombre que la marcaría y daría a conocer dentro y fuera del país “Yolanda de Bolivia”. Aquí hay que recordar que hacia 1944 se había fundado la segunda Gesta Bárbara, heredera del movimiento que a inicios del siglo se creara en Potosí.2 Esto es importante en por lo menos dos sentidos: sabemos qué poetas producían al mismo tiempo que Bedregal, lo que permite hacer una lectura generacional y, en segundo lugar, podemos preguntarnos el por qué de este reconocimiento y si efectivamente correspondía con un aprecio nacido de las lecturas serias de su obra. Poco lazo hay entre la poética de los miembros de Gesta y Bedregal; las obras de Gustavo Medinacelli, Julio de la Vega o Federico Delós transitan por vías lejanas. Sin embargo, la poesía de Oscar Alfaro y la de Beatriz Schulze exploran la literatura infantil con ciertas afinidades a la poesía para niños de Bedregal.
Pero basta, en este contexto, recordar las actividades realizadas por el grupo alrededor de una inquietud cultural generalizada para entender lo que sucedía en la literatura de esa época: hubo recitales de poesía y conferencias sobre arte a lo largo del territorio nacional desde 1944 hasta 1952; varios poetas leyeron y discutieron las innovaciones de Joyce, Proust o Laurence; se homenajeó a García Lorca; se creó el suplemento literario de Última Hora, la revista Gesta Bárbara y los libros de sus integrantes; se fortaleció la relación y el intercambio entre pintores, escultores y escritores por medio de recitales compartidos; se publicaron bajo la guía de Jacobo Libermann los “Cuadernos de Poesía” (publicación de poetas nacionales conocidos); se leyó, discutió y apropió el surrealismo por boca de Bretón
y Éluard, pero también se leyó a Neruda y Vallejo y se motivaron los viajes por Europa de varios de los “bárbaros”. En medio de tan agitado y actualizado movimiento literario, Yolanda es partícipe y voz, pero no forma parte del grupo3.
Pese a ello, es una poeta cercana a sus amigos bárbaros y son éstos quienes expresan su reconocimiento con el nombre de “Yolanda de Bolivia”. Es particularmente emocionante leer cómo Yolanda refleja la emoción de este reconocimiento con la idea del nombre con que la rebautizan sus amigos y lo que ello conlleva, más allá del prestigio o el halago en sí mismos. En un poema les agradece así:
A esta misma hora caía mi nombre
con el sonido sin color de lo increado.
[…]
Mas yo perdí mi nombre de sal
cuando, a la orilla de los naufragios de mí misma,
nació mi voz, débil lamento de olas;
creció mi voz, sorda sombra de tormenta;
vibró mi voz al diapasón del Ande;
murió mi voz como papel mojado.
Y mi nombre se perdió en la imagen.
Nuevo nombre me llega en los perfiles
de una saga soñada en la niñez.
Tramontaron el tiempo
Gustavo, Julio, Armando, Gonzalo, Mario, Oscar,
Marcelo, Federico, José, Ramiro, Luis;
[…]
El nombre crucifica y resucita
[…]
¡Qué grande el nombre
en mi pequeña voz! (1: 480)
Ese nombre que se perdió en sucesivas voces se transformó en imagen, lo que nos devuelve a la idea de sucesivos retratos de la poeta. Y es que la voz y la identidad de quien mira y dice en los poemas están permanentemente haciéndose en esta escritura. En esa medida, los nombres corresponden con etapas creativas y con fragmentos de identidad. Lo interesante acá es que el nuevo nombre es dado por los demás poetas como señal de reconocimiento,
los otros dan el nombre como cruz y como resurrección. Ante esa nueva nominación, la voz empequeñece, renace.
Tercer retrato: Ella, poeta ocupada en el trabajo consigo misma, también se preguntó quién era y lo hizo frente a su retrato: “Enmarcada en un rectángulo de sombras/ –como de una ventana en el vacío– / mi cara adolescente me contempla”. Aunque pasaron, afirma el poema, sólo cinco años entre quien mira y la mujer del retrato, el paso de ese tiempo marcado por “una ausencia, una muerte y una vida” es un vacío que se va llenando a medida que quien mira se reconoce en y a la vez se diferencia de lo mirado. El final del poema nos abre a una de las claves en esta poesía:
Estoy ahora como he sido siempre
y como nunca más habré de ser.
Estaba escrito todo en hoja blanca.
Aprendo a deletrear mi adolescencia;
y sólo podré leer mi vida toda
cuando, como hoy me miro en el retrato,
pueda, un día, mirarme desde el marco
sereno, inmarcesible de la muerte. (1: 486)
Me refiero a la idea de leer, de nombrar lo que se mira y, sin embargo, la conciencia totalmente lúcida de saber que se mira sólo fragmentos y que únicamente desde la muerte se podrá leer y decir el sentido de la vida. En el presente estudio me acercaré a la poesía publicada e inédita de la poeta bajo esa guía: su mirada.
Propongo entonces leer la mirada de Yolanda Bedregal como una poética preocupada por cómo ser responsable con la palabra y cómo merecerla para dar cuenta de lo mirado. A continuación exploro las líneas generales que atraviesan la obra estudiada para ver las permanencias y cambios a lo largo de los poemas inéditos y publicados. Heredera de los poetas que han sentido en su palabra la transcripción de sus ojos (con el riesgo asumido de enceguecer ante una luz divina y buscada por todos ellos), Bedregal atraviesa con su mirada
tres preocupaciones centrales: el paso del tiempo que revela y construye una identidad femenina, el amor mutado o no en deseo, y el viaje por lugares dentro o fuera de Bolivia y por la escritura propia o ajena.
En esta poética los ojos miran y viran en doble movimiento hacia la interioridad y hacia el mundo circundante. Hay que mirar bien, pues de ello depende que sea o no posible la palabra. Ojos que ven más allá de lo sensible pero que también se ahondan en predicciones o en misterios, ojos que ruegan al cielo porque ven lo divino tras las compuertas o se cierran estremecidos ante lo incomprensible. Hacia adentro, la voz poética se centra en la construcción de un ser femenino que se mira ser niña, mujer, hija, madre, abuela y se relaciona por ello con ciertos amores, familia y cuerpos.
MIRAR HACIA ADENTRO: EL OFICIO DE SER MUJER
El tema de la maternidad es central en esta poética4. Su primer aspecto se presenta desde la hija hacia la madre con dos gestos. Primero, la búsqueda de lo materno como refugio y protección, un anhelo de retorno al vientre provocado en mucho por desencuentros con el mundo de afuera:
(Limpias las manos tengo y el alma clara y buena
porque tu nombre es agua de purificaciones) (“Ofrenda”) (1: 83)
Tu nombre es el refugio de todos mis amores.
El ala de tu beso me ampara, madre mía. (“El ala de tu beso”) (1:355)
Ahora que hace frío
regresar a tu seno
yo quiero.
¡Madre mía!
Ábreme en cruz los brazos
¡De nuevo escóndeme! (“Escóndeme”) (1: 268)
Me interesa destacar que es el nombre de la madre el escondite que se invoca como metonimia de la presencia materna y que se apela a una imagen cristiana en la posición de los brazos para recoger a la hija en una alusión a su sacrificio amoroso que, paralelamente, juega e invierte la relación dios hijo-dios padre por la de madre-hija. Es interesante en el imaginario poético que nos ocupa el lugar de lo materno como refugio, como retorno imposible de un lugar “a salvo” del mundo. Pareciera que desde la identidad de la hija estar y participar en el mundo fuera una tarea difícil y penosa. La voz es muy consciente de esa dificultad y a lo largo de los poemarios vemos cómo este sentimiento en vez de atenuarse se vio cada vez más acentuado por un doloroso desencuentro con el mundo alejado de lo sagrado.
El segundo gesto se dirige hacia la madre, es el más rebelde y radical que aparece desde sus poemas iniciales y podría atribuirse a una escritura adolescente si no fuera por su recurrencia en la obra posterior, lo que nos lleva a sospechar una nueva significación de la maternidad:
[Madre]
Quiero aplacar la vida invocando tu nombre.
[…]
Sólo me pertenezco en las cimas y abismos.
[…]
Debería morirme para que estés contenta.
Mi vida te lastima. No sé colmar tus moldes.
Te hacen doler mis besos, mi llanto, mi ansiedad.
Y hasta mis alegrías para ti son dolor.
Debería morirme para que estés serena.
[…]
La sangre cae y sube y quiere eternizarse,
pero le digo ¡no! Por mí lloró mi madre;
ahora mis hijos mueran en mí sin existir.
[…]
Cierro los ojos para soñar mis muertes
mato mis sueños para besar tu nombre. (“Rebelde amor”) (1:424-426)
De nuevo, la voz necesita invocar el refugio del nombre y la búsqueda de pertenencia de sí misma, pero esta vez se debe enfrentar a una incomprensión por parte de la otra. Sin embargo, el final del poema establece un salto y una proyección ineludibles, el yo poético hija se niega a asumir su propia maternidad latente en aras de no prolongar en sus hijos el dolor del desencuentro con su madre. La muerte con que arremete la voz poética compensa la agresión hacia su madre (“debería morirme para que estés contenta”). Con ello se renuncia a la liberación y la independencia e introduce una de las señas que llama la atención en los poemas “rebeldes” de Bedregal: la autocensura por la que varios poemas cuyo sentido apuntaba a “decir algo inapropiado” son cambiados hacia la mitad del texto para “cumplir los modelos” sociales. Renunciar a sus sueños y su mundo equivale agresivamente a negar una maternidad que corre el riesgo de reproducir esa incomprensión. Quisiera resaltar ese gesto: la poética de Bedregal necesita y se fuerza para comprender lo externo a sí misma con el costo, la mayoría de las veces, de renuncias violentas contra sí.
En un sentido más general, creo que este proceso de autocensura por el que varios textos revierten su sentido inicial en aras de una aceptación o de una sumisión a valores y cánones establecidos tiene que ver con un precio que muchas escritoras pagan al llevar una vida demasiado “normal” (esposo, hijos, familia, atenciones sociales o caritativas, etc.) tan alejada de los estereotipos de los poetas “malditos” o cuando menos halagadamente transgresores. En la percepción de la crítica tradicional, por un lado, se cae en el estereotipo del poeta alcohólico, descuidado o irresponsable, y por el otro se ha impuesto una visión de las mujeres más “aburguesadas” que escriben sus versos en casa supuestamente a salvo de los demonios que atraen la pérdida de control. Sin embargo, leyendo atentamente a Bedregal o a María Virginia Estenssoro, se puede comprobar qué lejos están ambos estereotipos de la verdadera densidad poética que va más allá de roles y actitudes predeterminadas.
Como hija, la voz se dirige al padre de manera más bien bondadosa y admirada:
Te prolongas en mí y en mí floreces.
Tú completas en mí tus plenitudes.
Vengo de ti como de Dios.
Tú vas en mí como hacia Dios. (“Canto al padre”) (1: 85)
No es mi intención perfilar una lectura psicoanalítica ni mucho menos, pero es evidente que las figuras masculinas no provocan cuestionamientos ni crisis en la voz poética femenina; por el contrario, suelen ser quienes la calman y sosiegan entregándole cierta herencia o cierta convivencia con la serenidad. La relación con los personajes hombres no transita ninguna violencia pues no pasa por el establecimiento de una identidad, sino por la complementariedad de puntos de vista respecto a maneras de vivir.
Ahora bien, esta crisis se amplifica cuando la poeta cambia el rol y la voz reflexiona como madre5. De un lado, se tiene el gesto positivo que reconoce en la experiencia maternal una modificación existencial: “[nuestra niña] alimenta la fe y la esperanza/ y nos hace buenos” (“Nuestra niña” [1: 451]), idea que se refleja en los poemas de corte infantil cuando la madre le dice a su hijo que sus palabras y su amor “hacen del mundo un juguete” o reconoce que “hilas con mi sangre el universo”. Del otro, está el reverso del gozo materno que da cabida a la culpa:
He de tener un hijo lleno de mi tristeza.
Perdóname, mi niño, si no siento alegría
al preparar tu cuna.
Fue toda una cadena de sangre y de dolores
el hilo que te trajo desde el no-ser dichoso. (“Perdóname mi
niño”) (1: 435)
Culpa originada, entre otros motivos, en la certeza de ser parte de una cadena de existencias, es decir que nuestra vida no nace sola sino con toda la carga de nuestros antepasados, como una suma de memorias que, además, no refiere un mundo luminoso sino justamente un mundo trágico del existir. La misma voz reconoce en otro poema su nacimiento como parte de esa cadena6:
En este preciso momento, cuántas vidas
se habrán estremecido
sintiéndose nacer desde la muerte.
Yo habría de cumplir cuántos designios
tendría que repetir los ojos de algún antepasado;
quién sabe la ponzoña de su alma o su nobleza,
realizar sus venganzas, amar lo que no amaron. (“Nacimiento”)
En ese mismo sentido se refiere, en otro poema, la herencia que el nombre trae para un niño, en este caso Juan: “Juan el bueno, Juan el pan/ Juan el justo, Juan el santo”. El hijo recibe en su nombre las características de quienes ocuparon antes esas letras y, por tanto, su vida ya viene cargada de destinos pendientes listos a realizarse por su medio. Dar vida y dar nombre son, entonces, tareas paralelas llenas de responsabilidad y asumidas dolorosamente por la carga de desasosiego y de exigencia que implican.
Si durante la niñez de los hijos la madre juega un papel ambiguo y contradictorio, la adolescencia la destina inevitablemente al mundo de la incomprensión y, para Bedregal, a la lógica del sacrificio materno:
Se desvaneció la casa.
La mancharon fantasmas
y carcajadas de bachilleres.
La casa… la casa… la casa
ya se llamó Desamor.7 (1: 575)
Y no sólo la casa, metáfora del ser, sino directamente el rostro que se ve en las letras que le dedica el hijo; ambos espacios se duelen del cambio que es distancia y desconocimiento:
Con tiza han escrito en la puerta,
muera mi madre
[…]
si es para mí
tu sentencia se ha cumplido.
Así viviente muerta estoy.
En otra esfera le cuento a mi madre
cómo morí
por los ojos. (1: 580)
La respuesta del ser materno oscila de nuevo entre la agresión pasiva de la víctima: “Hiere de una vez/ Afila tu mirada torva/ Hiende, hiende a fondo/ mi silencio cobarde” y el sacrificio culpable ante la separación: “dondequiera que estés/ te ampare el ángel de la guarda” (poemas de Tinta negra).
Dos poemas inéditos (dato significativo) asumen además dos peligros de la maternidad: el amor convertido durante la adolescencia en una especie de amor-odio cuyo enfrentamiento con los modelos paternos deriva en una “futura furia” y cierta amenaza en ese exagerado amor que “hirviendo como la leche” se “desborda odio” o desea “devorar al hijo no nacido”. Y es que ni en la maternidad, que Yolanda se atrevió a ver y decir desde sus ángulos menos luminosos, ni en ella misma se llega a conocer o a acompañar vitalmente al
otro8:
¿Qué sabes de tu hermano?
Casi nada.
Ni el hijo que concibes
puede ser eslabón.
Estamos rotos, astillas perdidas,
solos en el saco de carbón (“Nosotros”) (2: 156)
Como mujer, el yo se mira en continuos y diferentes retratos. Por ejemplo desde su latente maternidad:
En cada nueva luna
mi alma inventa
una canción de cuna
inútilmente.
Veintisiete palabras de ansiedad
tiene mi canto;
y cuando se apaga la luna,
cada palabra se disuelve
inútilmente en un hilo de sangre” (“Inutilidad”). (1: 264)
En este poema llama la atención cómo es la palabra lo disuelto en sangre, la palabra como fertilidad o conjuro de vida. Más adelante, en una vida de pareja, el yo revive un sabor del Cantar de los Cantares cuando nombra “pastor de mi sangre es mi esposo” en que de nuevo la sangre es el símbolo de lo vital y lo femenino, ahora “cuidado” por el amado. Noción de estar completa en y con el amado que se realizó también como relación literaria en la vida de la autora en el diálogo poético, de traducción, que mantuvo con su esposo Gert Conitzer, por ejemplo, en su poemario Ecos. En este libro podemos apreciar una relación intensa entre las dos poéticas, afines en su manera religiosa de asumir el mundo y distantes en sus preocupaciones; pero inevitablemente reunidas en el amor y la palabra como realidades paralelas y complementarias. Al respecto, Mitre afirma: “El amor en la mayor parte de su obra se halla ligado a la experiencia del dolor […] de ahí las imágenes que asimilan el amor a un verdadero martirio”.9 Es decir, aunque hay calma y apaciguamiento en el encuentro con el amado, hay también en él una sensación dolorosa que al entregarse se sacrifica como individualidad.
Sin embargo, lejos de la pareja y a solas con su cuerpo ella reconoce: “Esta soy yo. Apretada de instintos y de verdades/ vestida de cilicios en los que no creo, que odio” (“Grito al silencio” [1: 374]) o “Yolanda pequeña aún no te puedes cantar”, rasgos que reflejan esa búsqueda incesante de sí misma frente al retrato, frente a su silenciosa interioridad: “con ojos cerrados me miro”. Entre los últimos poemas se avizora una reconciliación en este sentido; por ejemplo, el poema “Dialoguemos” en el que da gracias a su cuerpo por no haber sido una prisión sino el contacto con lo divino. A partir de ese habitar gozoso puede definirse como una mujer plena frente a la muerte:
Soy más tierra que tú
por ser mujer
es decir, soy más muerte
y la muerte es el único
refugio acogedor. (2: 236)
He ahí, la mirada hacia adentro como una vocación de encuentro consigo como identidad y con el hombre, el esposo, la madre o el padre como espejos que condicionan ampliando o contrariando sus características, su afirmación. Es decir, se trata de una poética consciente del doble proceso de identidad entre la imagen de sí que ella construye, imagina o censura y la de los demás, que es siempre apelativa.
MIRAR HACIA AFUERA: CAER O MORAR EN EL MUNDO
Es curioso que el primer espacio donde se cita la voz poética con el mundo sea la casa, motivo tan reiterado en los poemas, como cifra de su propio ser o su conciencia, pero también como el espacio íntimo en el que se esbozan las primeras o más fundamentales relaciones con los demás. La casa es un sitio siempre abierto y generoso, pero, simultáneamente, guarda “en sus entrañas” el fantasma de sus antepasados y la angustia de los hijos, la palabra de sus mayores y la de sus visitantes. Esta es una primera geografía en la que transcurre el mundo vestido de permanencias o de angustias. Hacia fuera el paisaje está pintado por las palabras ajenas, los objetos de juego o de la cotidianidad, los mundos visitados en los viajes y la inmensidad del misterio frente a la finitud humana. En ambas
miradas hay un oficio de comprensión que a veces se logra y a veces no, pero que es el tránsito obligado para pasar de lo mirado a lo expresado en el papel.
1. Respecto a la palabra ajena, llama mucho la atención el hecho de que quedara inédito un libro completo dedicado a otros artistas, amigos y poetas junto a varios artículos o reseñas sobre poesía nacional. Gesto tal vez pudoroso de una atenta lectora de sus contemporáneos y de su tradición. Y es que si los hijos eran dolorosos porque nacer es traer al mundo los antepasados y sus penas, los otros duelen en la medida en que son una ausencia no dicha, transformada en memoria pendiente o en palabra por la magia del nombrar. Por ejemplo, en el primer poema de Homenajes se evoca a esos artistas y sus obras, a “los que nos dejaron en el pecho su nombre”, huella de sí mismos, porque el “amor […] se renueva en la hora del recuerdo”. Escritura es aquí memoria, y estas evocaciones llenas de admiración convocan y mantienen vivos a los otros por medio de las palabras. Otra vez tenemos el gesto de la comprensión, el afán por entender el mundo de los demás y por tanto sus palabras, sin importar lo alejados que estuvieran de la poeta10.
Si bien en este libro existe un profundo rescate de la obra y vida de otros, la actitud oscila entre la nostalgia, el amor y la extrañeza ante ciertos mundos admirados pero que apenas se rozaron. Encontramos poetas como Tamayo o Reynolds agasajados desde los motivos recurrentes en sus obras; o a Mendizábal Santa Cruz, quien es rescatado no sólo como poeta sino como amigo profundamente extrañado. Y hay más; tenemos poemas extensos como
el dedicado a Gabriela Mistral en el que se juega una suerte de proyección en esa otra mujer-artista11. O incluso uno dedicado a Jaime Saenz,12 poeta muy diferente a Bedregal. En todos es común la voluntad de encuentro con sus voces y sus mundos por medio de una poesía creyente de la literatura como conversación, como memoria.
La contraparte de este dirigirse a los demás escritores se halla en una crítica y femenina posición frente a sus colegas hombres, explicitando los prejuicios que una escritora de la época debía enfrentar:
Les pregunto a los hombres con mi lengua muda claro está, si me quieren como los amo yo; les pregunto a las letras cómo arman su ejército para vencer mis dudas; le pido al agua que me enseñe a hablar a las semillas que me enseñen el secreto de crecer. Yo no tengo intelecto, tengo entrañas. (2: 616)
Este texto desafía la oposición entre intelecto y cuerpo a la hora de escribir; dualidad que nos recuerda la de los estereotipos de los poetas que mencionábamos antes. Ella asume en estos versos su supuesta diferencia pero hace de ella un surtidor de sus palabras y su fuerza. Esa distancia se ve salvada o atenuada después, en el libro inédito, cuando ya no es necesario reafirmarse como escritora o afianzar un sitio, tal vez porque ya lo tenía, y se puede hablar con las obras y las vidas de otros de una manera más sosegada.13
La poética de nuestra poeta se asienta en el encuentro y en la mirada, tanto así que se mira mirar: “Mis ojos vienen cansados a posarse en mi mirada/ otra vez desde los caminos de los cuentos” reconociendo en las palabras de la infancia el origen de dicha búsqueda. Eduardo Mitre, en el artículo citado, propone leer la mirada de Bedregal respecto a sí misma desde la idea del doble (126) que, como hemos analizado hasta ahora, está muy presente en esta escritura y su ambigua relación con sus referentes; se agudiza y expande de sí al mundo y
por éste retorna a sus ojos. Como escritura que sigue y acepta el designio de sus ojos, está marcada por la voluntad del contacto con el mundo exterior o interior, con la conciencia del contacto. Esta es una mirada llena de preguntas que, como dice Martínez Salguero, son “los nombres de la angustia” con que nuestra poeta se enfrenta al carácter efímero de la palabra que se corresponde con la finitud humana: “¿No ves que en cada cosa que se dice/ algo se acaba?/ Todo lo que llega a ser, luego muere” (“Canción para no cantar”).14
2. Otra de las miradas al exterior se propone como recorrido geográfico o desplazamiento, movimiento real o imaginado de los viajes. En ellos, los gestos de quien mira varían entre el deseo de apropiación de lo visto que encierra el paisaje en lo soñado –por ejemplo: “cuando sueño un mundo abierto […] pienso en Uruguay”–, y una especie de identificación por la cual el lugar visitado se entrega a la pasajera “y [Granada] se me dio en el alma/ por dentro como un beso”. El sitio visitado puede convertirse en una imposibilidad “pero la copa de mis ojos era roto cristal/ cielo de Osorno múltiple, inasible” o en un contacto con la mirada de lo mirado:
con ojos primitivos, con ojos niños
con ojos de mil años, con ojos sabios
[…]
con ojos de Budha, con ojos de Shiva
con ojos de Gandhi, con ojos de Nehru
con una sola mirada
me ha mirado la India. (2: 363)
o, ser incluso el gesto final de la muerte desde donde parece que podrá adueñarse de su ciudad:
ciudad de la andadura de mi sangre
de ti voy despidiéndome
para el viaje seguro
el hondón del misterio
[…]
desde allí
recobraré tu cuerpo
volverás a ser mía (“Entonces ciudad”). (2: 586)
Un paréntesis necesario acá: una de las formas en que la poeta se apropió de su país es por medio de los viajes. Complementariamente, ella se ocupó de retratar por medio de figuras generalmente femeninas la actividad de los indígenas tanto en la ciudad como en el campo. No hay en ello ninguna distancia o paternalismo sino una profunda comprensión e identificación con rasgos de una cultura, la aymara por lo menos, que siempre sintió suya.
La mirada se construye con lo mirado, los lugares visitados no son parte de una fría postal sino reflejo o conversación de la poeta consigo misma. Es una constante en esta voz viajera el buscar lugares poco turísticos o comunes para centrarse más bien en el misterio de los lugares que recorre; de esa manera parece asegurar un contacto más profundo o comprometido que revele el misterio tanto del lugar como de quien lo transita. Así lo había hecho ya respecto a Nueva York en el poema dedicado a la ciudad. Otro apunte interesante
es que la misma ciudad natal es parte de esos recorridos y es también buscada desde un misterio que le permita adueñarse de ella, morir en ella. Y el país, en general, es habitado poéticamente desde una mirada que reseña los hechos históricos relevantes de la ciudad en cuestión, tránsito que no sólo se confía en sus mapas, sino que tiene por señales la historia y la palabra o música del lugar visitado.
3. Respecto al encuentro con lo inmenso cabe un paréntesis un poco extenso para analizar los dos poemarios que me parecen el punto más alto de esta escritura: Del mar y la ceniza y Convocatorias. En ambos puede leerse una mirada mística en sentido de un encuentro con lo misterioso, con lo sagrado, con lo divino. Aquí el yo efímero y pequeño se enfrenta al silencio devorador del mar: “Tengo tantas canciones /que el mar está callado/ mirando mi silencio/ y bebiéndose mis ojos que lo miran” (2: 213). En este nuevo encuentro de miradas se oponen en la voz poética los términos tensos de su labor: silencio y palabra, mientras que lo inmenso se bebe en la mirada toda la existencia y la crisis que expondrá la voz mientras navega en y de cara al mar.
En Del mar y la ceniza asistimos al enfrentamiento del deseo humano con la inmensidad. Hay un sentimiento de culpa de quien se sabe deseando perdurar a pesar de su naturaleza y sus limitaciones humanas. A partir de entonces se gestan paralelamente la toma de conciencia, el intento de racionalizar para que el pensamiento domine la sed y, de manera menos explícita pero sólida, una encarnación del deseo en un cuerpo determinado. Así, la voz se debate entre una corporalidad que desea vivir su sed e implora “desátame el enigma”
y un viejo rumor de muerte; como la madera que implora nido o la proa que se bate contra el mar dejando su huella, así la voz desea su origen de unidad, pero es en vano. Entonces se reflexiona sobre su ambición y se la condena por continuar ahora reclamando miel, caricias para encender la chispa detrás del silencio. Después de esta revelación la voz pide a su deseado alejarse pues ya no distingue entre el Bien y la Nada. Momento en que vemos una de las tensiones más frecuentes en la poeta: la conciencia sobre su deseo y la censura con que la mente responde. Por el deseo de aquel “divino pozo”, deseo de vientre, de hijo, se quiere permanencia y por eso no se conforma sólo con un beso, lo deja ir mientras acude de nuevo a la imagen de la crucifixión y siente en los dedos de él “cilicios del gozo”. El contagio del discurso de los místicos ante la presencia de una arrebatadora divinidad es clara aquí y nos guía para entender la relación profunda entre el deseo de la carne que al desear otro cuerpo en verdad desea la desaparición de su yo individual y separado del todo y la anulación de un tiempo que la condena a la muerte y el roce con una presencia divina donde su alma implora cabida y seguridad.
Hay un lenguaje religioso que opaca el decir del deseo y convierte el amor en sacrificio –a la manera más católica– por lo que se vuelve a un cuerpo sometido a su realidad de polvo y muerte. El mar, sin embargo, irá incorporando sentidos tanto de inmensidad y de divinidad, como de un erotismo latente en su ir y venir, en su fundamental ritmo.15 Ante esa doble carga de sentido, retorna el miedo y se cae en el cuerpo solo ante su finitud. Se reconoce la voz como femenina, portadora de elementos inconexos: caos, risa, pecado, danza, gemido, agonía y muerte; como en la danza, el caos se ordena y se reconoce en un cuerpo. El cuerpo se hace tumba que ha renunciado a su deseo o se ha fundido tanto con él que siente morir. Se desiste de buscar la respuesta y se habita el silencio. Sin hallar ni una consumación plena o vital, ni ningún eco a su voz, se calla sabiendo que “al labio de ceniza venció marino cerco/ seré apenas silencio del todo contrapunto” (1: 530). Después de un intenso recorrido que enfrenta las dos pulsiones fundamentales de vida y de muerte, el yo aprende a
salir de sí por medio del secreto, la culpa o el sueño. Estos estados equivalen al aprendizaje de la humildad frente a lo que supera al ser humano, para aceptar el destino de morar en la incertidumbre y la finitud. Pero en este recorrido el alma ha ganado ya un contacto consigo misma y por tanto con lo divino que mora en ella; su silencio en esa medida es un elocuente canto:
Se aplacó mi extravío en tu piélago terco;
al labio de ceniza venció el marino cerco.
–¿La gota insatisfecha puede acaso medirte?–
Voz quemada en la tierra caeré, mar, sin herirte.
Seré la apoyatura de un inaudible punto.
Seré apenas silencio del Todo en contrapunto. (1: 530)
Mitre propone leer el poema “La Danza” como contrapunto de Del mar… al ser una especie de “génesis poético” en el que, estando Dios presente, en verdad se recupera el poder de la creación en sí, desde el caos, para ordenar o armonizar el mundo. Guadalupe Bedregal puntualiza que “[Dios] no aparece como el ser omnipotente que crea de la Nada en acto de propia voluntad, sino más bien como un vehículo de la Potencia Creadora, del movimiento
primigenio ya presente en el caos del Principio y que ahora pugna por adquirir forma”.16 Mitre añade, además, que ese movimiento es una liberación de las tribulaciones de la identidad y permite una voz más anónima que libera una “conciencia atormentada”. Retomo la idea porque me parece hallar en ella dos claves más de esta poética de una mirada viajera, en movimiento, reconociendo en el desplazarse la única forma de ir ordenando la danza del caos:
Transverberaba el cuerpo
LO FUGAZ Y LO ETERNO
brillo y sombra
No y Sí
se sucedían en la danza. (1: 498)
La danza es otra forma, como los viajes y los naufragios, de habitar la contradicción esencial al ser humano que desea y teme su muerte mientras anhela su fusión con el Todo.
En Convocatorias, el primer llamado de atención es la gran influencia de su esposo Gert presente textualmente en los dísticos que nos recuerdan la escritura a dos mundos-lenguajes realizada por la pareja en el poemario Ecos. Entre ese libro y éste existen hondas afinidades como el dolor de la palabra frente a Dios, pues ante él bastaría el silencio; el imposible encuentro con lo divino buscado; la certeza de que el mundo sería otro si se amara lo divino. Creo que es posible rastrear una línea desde poemas como “Holocausto” pasando por casi todos los de Ecos hasta este libro marcada por un hondo sentimiento religioso más
allá de tendencias o cultos específicos. Sin embargo, me parece que con este poemario se realiza la comunicación entre las poéticas de Bedregal y Conitzer en aras de una misma manera de entender la divinidad como esencia y necesidad fundamentales para el ser humano.
Convocatorias es la contraparte y complemento de Del mar porque allí el recorrido iba hacia adentro y aquí sale paulatinamente desde los míticos Adán y Eva hasta los tiempos actuales donde Dios sólo es una ausencia. Como sucedía en el poema “la danza” aquí se parte de un caos que dará origen a la búsqueda de desapego en la voz poética. Dos fuerzas vitales se convocan: el cuerpo y la unidad (el Uno). Convocatorias que acompañan la tensión entre el silencio del que se parte y la palabra que abre el portal secreto para romper “la cáscara” y despertar en un sentido profundamente religioso. La voz vive una primera
experiencia cara al Todo que consiste en morir para nacer otro, asumir su piel “que me aisló de la Unidad” y de la razón que pretende escalar, conocer, dar cuenta. Se invoca entonces al nombre como si la palabra fuera una forma, un resabio de una unidad con la totalidad que ahora se ha perdido. El proceso es propio a una iniciación cuando se vacía a la voz poética de su identidad para llenarla de hambre de divinidad. Y para nacer ese yo se lo asemeja a un niño de nuevos padres y de nuevos ritos, quien recorre velos y tiempos en busca de “El que es”. Ritual que empieza rompiendo la inquietud de quien espera bautizándole con fuego y agua primigenios.
Los primeros convocados como anunciadores del encuentro con la luz divina que se aguarda son los ángeles. Unos ángeles constructores que median y reconfortan al hombre en su relación con la divinidad. A partir de esa callada compañía, el yo pregunta por realidades más hondas como si pudiera resistir “el peso del castillo” que no es otro que su cuerpo –asumiéndose lentamente– y su alma -uniéndose con lo infinito. Y para soportar y merecer ese peso, el yo se aleja, se desprende de antiguas certezas como el tiempo, la tecnología, los lugares sagrados y las “migraciones a la nada entre misterios”. Sin amarras vibra en su ser un “deseo de eternidad” igual al que teníamos en Del mar… alimentado ahora por una “nostalgia de Dios”. Ese deseo que trae consigo, nuevamente, el irrevocable paso del tiempo y con él la muerte, esa “última mordedura ansiada y temida” para alcanzar en ella “el nombre que no acaba”.
Segunda invocación: ella misma. Ahora, andado el vacío, descubre y asume la soberbia y es derrotada por ésta hasta entender que debe haber un nombre cabal, una esencia que enlace al mundo en su dispersión y relacione al hombre tanto con sus semejantes como con su entorno. Desde esa intuición la voz se llama a sí misma en un viaje desde “mares interiores” rumbo “a mi encuentro”. Este nuevo enfrentamiento consigo derrota finalmente la individualidad para asumir el dolor. Desnuda ante el misterio, la voz vive y ve cómo “por la herida se abrió el camino” y se echa a andar por él pese a las revelaciones que la devuelven al vacío por medio de implacables voces internas exigiendo un sentido a sus
anteriores recorridos. Sólo los ángeles sostienen esta nueva revelación que acaba con una nueva convocatoria, esta vez a los cuatro elementos esenciales:
Venid, arcángeles,
socios, cómplices y testigos
–sumisos, rebeldes, vacilantes–
a la plática, al recuento
de nuestra convivencia inmemorial. (1: 721)
Tercera invocación: el sin nombre. Se rompe el vacío y con él el “cántaro que lo encerró”. La lucha ahora se realiza entre página silenciosa y palabra. Se buscan talismanes, conjuros y mantras para oír en su interior la voz, el eco de lo divino. “Pordiosera extiendo la página para escribir el inalcanzable morador de mi polvo”. La única manera que halla para este cometido es volver los pasos andados hasta el origen, invocando ahora a los muertos que la amaron, los ángeles, la noche. Aquí también hay un fuerte contacto con la muerte a través
de la palabra que recuerda a los ya idos. Escribir como mirar o mirar como si se escribiera equivale a vivir como si se muriera, como si en los otros muertos uno viera “los muertos que seremos”.
Morí en escalas sucesivas
de Amor
de Sed
de Hartazgo
De cada muerte arrastro
estigmas y laureles
No acabo nunca de morir
La víbora se empina
me clava la mirada
y en el rubí de su ojo
fulgura
amonestándome
mi ansia de eternidad
mi límite en el Todo
mi nostalgia de
Dios (1: 725)
Cuarta convocatoria: al inicio mítico en la figura de Adán. Lo interesante en este retorno es que se convierte, simultáneamente, en un tiempo primigenio y mítico y una actualización del mundo tecnológico apartado de la naturaleza y de la divinidad. Es decir, se proyecta una doble lectura que reconoce en el primer distanciamiento o desobediencia un espejo del caos y la irreverencia actuales: “(La fruta prohibida rodó/por el mundo…)/ Alguien borra las pautas sagradas…” (1: 745). El dolor de la distancia respecto a la primera unión con lo divino reconoce en la caída de Adán su mejor signo. Ese será el destino de un mundo actual y una humanidad contemporáneos de la autora percibidos por ella como caídos, degradados por estar esencialmente alejados de Dios.
Si la “fruta prohibida rodó por el mundo” y el nuevo hombre “sepultó el ser sagrado”, el lenguaje se hace totalmente insuficiente y se quiebra en letras desiguales, en pares de palabras cuyo sentido es justamente su contradicción. Palabra y mundo están rotos.17 Se vuelve por tanto a la casa en una última convocatoria que no es sino el llamado a un refugio en la interioridad.
Se vuelve a la casa, que es el cuerpo y el alma en la unión con lo divino, como a aquel sitio “hurtado a la muerte”, como lo que une y separa “la tentación del infinito”, metáfora perfecta para retratar la realidad espiritual del ser humano. Se retorna a “la casa y sus entrañas”, al hombre “y sus cáscaras” para saberse parte de una época estéril. Y, sin embargo, se solicita a los ángeles “recoged los nombres” para hacer una casa sin paredes, cuando morarla sea “el primer dormir”. “Volved cuando yo sea un hombre y mi casa esté en pie” es el verso final de una poética capaz de navegar en los densos mares de la purificación y la entrega a lo divino.
Si por medio de las figuras femeninas o de los amores o de los hijos, en la mirada hacia dentro, la voz halla crisis y culpas, en su mirada hacia lo divino halla más bien la serenidad y la razón para su difícil relación con el mundo, pues éste se encuentra totalmente alejado de la anulación del yo y la fusión con el amor que el yo necesita.
4. Salvo contadas excepciones, los poemas dedicados a reflexionar sobre el quehacer poético quedaron inéditos. Esta es una de las vetas más interesantes en esta poética. Para la poeta, la palabra debe estar destinada básicamente a la comprensión del mundo en un sentido religioso, casi sagrado, del decir respecto a la vida. El gesto constante en este sentido es la disculpa, la esperada cautela para decir sólo lo justo y decirlo bien. El silencio se presenta para agredir a la palabra, o enfatizar la duda de quien la pronuncia, sea por medio de la censura consciente de barreras sociales y preocupada por mantener una imagen interna o externa de quien escribe, o por la rebeldía que se vuelve fractura, explosión o
grafía de la palabra en la página: “los otros te molestan/ inhiben tu conciencia/ cohiben tu conducta. // Buscándote a ti mismo/ tropezarás con otros/ insertos en tu ser”. La primera lucha de la palabra se realiza contra los que le impiden ser, le impiden por lo tanto, tras sus máscaras, oír su palabra más verdadera. Esta responsabilidad radical con la palabra, los demás y el mundo que debe ser mejorado en lo referido a su espiritualidad presenta una compleja relación entre la mirada y la palabra desde una perspectiva que nos puede recordar viejas dudas entre la verdad y la poesía. Por ejemplo:
¡Tiembla mi mano cuando escribo!
Tanto inquirir en intrincado abismo
la cabal expresión, la frase exacta.
Rehuyo el nombre que encadena y mata.
No sólo el nombre,
la sílaba
la letra
rompe la integridad de lo intuido.
[…]
Y aun al contemplarla
la empañamos
cuando, entre el ojo y el temblor del aire,
se abre resquicio de plural latido. (“De lo inefable”) (2: 371)
Escribir es preguntar angustiadamente, ya lo dijimos. Inquirir en los abismos con la terca pregunta de una mirada escrutadora porque le teme a la muerte. Y duele tanto el abismo como la frase inexacta o el nombre mentiroso. El nombre puede matar. Nombrar puede dispersar lo que sólo la intuición reúne. Y peor aún, la mirada –antesala de la escritura– puede engañar, pues hay un infranqueable resquicio entre lo que es y lo mirado, entre esto y su nombre que siempre inquieta. Las cosas sin nombrar o sin mirar carecen de una existencia verdadera, pero intranquilizan en la medida en que demandan esa realización
como si fuera tarea de quien mira o escribe. Por ejemplo, “esas cosas que no tienen nombre, […] esas miradas sin ojos, esos contactos extraños […] cómo me turban sin que existan/ cómo me sangran sin que nazcan!” (Almadía). El encuentro con lo innombrado o no visto es extraño porque carece de puentes que comuniquen y revelen su existencia, sólo dada por un ojo que comprende y lo hacen nacer por su palabra. En una entrevista, Yolanda Bedregal
admitía que “la poesía además de todo es un misterio y es mejor callar en homenaje a ella”.18 Ese misterio es el que comunica al ojo con el objeto, a éstos con la palabra y por medio de ella trasluce el objeto para el resto de los hombres; sólo que este proceso es desconocido e inexplicable para la poeta, su oficio es un misterio.
Y aunque en lo no nombrado radica su extrañeza, su inquietante latencia anterior a la nominación, hay en el silencio una sagrada presencia del misterio que la palabra constantemente añora o incluso prefiere “que todo quede prístino, sin nombre” pues “la muerte es un océano/ y guarda el eco/ de todo lo que en la vida fue canción” (1: 294). Es decir, nombrar es vivir frente a la muerte que no es sino largo silencio, o sólo el eco de lo dicho, de lo vivido. Y es que el riesgo de quien nombra es enorme, es, de hecho, mortal: “Para cantar/ hay que haberse negado y haber muerto/ y, como Lázaro, haber resucitado” (2:491). Dos silencios son los que dialogan acá: el silencio de lo humano que ha comprendido sus limitaciones y su humildad y el del mar divino que tampoco revela sentidos, no dice. Sin embargo, en esa mutua mirada lo divino se convierte en un verdadero “tú”, un interlocutor para el yo desde la contemplación, forma fundamentalmente mística de comunicación.
No olvidemos que el gran interlocutor de estas palabras es Dios y “si le cantas a Dios basta el silencio”. Por ello, decir tiene un costo, la poeta reconoce dolorosa y valientemente que “la palabra traiciona/ el Silencio Enigmático”. Consecuentemente, la labor del nombrador, del poeta, es profundamente solitaria, como desgajada de su comunidad más ocupada en los nombres comunes y alejada de la divinidad que fuerza a buscar la verdad de la palabra, su silencio. Este sentimiento de soledad a pesar de lo que la palabra logra se complejiza porque lo dicho no es la vida: “pero la vida es un cuchillo/ que separa las páginas unidas/ y las tira en el viento del destino” (“Sola”) (2: 222). La palabra puede dispersar lo Uno, puede también hallarlo; sólo que lo Uno es innombrable, es silencio, el reverso de la palabra.
Si seguimos la trayectoria de esta lectura en la obra, el gesto final es el perdón solicitado a la palabra por el uso que se hace de ella: “Perdóname palabra/ que levante/ tu sábana santa/ que cubra/ la esencia de tu silencio” (2: 464). Disculpa que no libera al poeta de escribir pues ésta es su única manera de habitar la vida, de mirar su muerte como se escribe; “sólo escribo porque/el río de tinta/ hunda en algún purgatorio/ el impotente callar/ y no morir para siempre” (2: 474).
La otra cara del perdón es el agradecimiento a esta terrible impiadosa compañía de la palabra; en el poema “Poesía” leemos: “bendita seas poesía/ por las heridas que impediste sangrar […] por el silencio que hizo del grito música […]// Misteriosa y siempre viva/ me voy yendo/ no me abandones/ acompáñame cuando me muera” (2: 186). Es decir que la poética transita de una lucha contra el silencio a una complicidad con éste como el reverso de la palabra; ambos son el lenguaje de la poeta y por ello se los solicita ante la muerte, como gesto, como despedida posible.
LA OTRA YOLANDA, LA DE LOS NIÑOS
Me limito a apuntar esta otra zona de la escritura poética de Bedregal en que se dirigió a los niños. Aunque hay varios poemas dedicados a la niñez en sus libros primeros, es en El cántaro del angelito donde se afirma esta escritura. Si entendemos por literatura infantil, como sostiene María del Carmen Molina, “la manifestación que tiene como base la palabra escrita con finalidad artística o lúdica que interesa al niño o cuyo destinatario sea el niño”19, entonces debemos advertir presentes dos de las características frecuentes en este género: el elemento lúdico y un interés “pedagógico” que transmiten valores propios de una cultura determinada. El segundo de estos elementos, felizmente, no es el preponderante, de modo que se evita la caída en una voz adulta autoritaria que imponga valores a un niño. Por el contrario, esta voz es presentada como otro niño o como un cómplice de juegos y de travesuras. El sentido lúdico está manifestado por medio de varios recursos, entre los que destacan los juegos de lenguaje y los espacios destinados, en la edición original, al dibujo o los apuntes por parte de los niños lectores.
Entre los años cuarenta y setenta se vive en nuestro país una fiebre productiva en cuanto a la literatura infantil, que más bien es usualmente dejada de lado. Podemos nombrar a Oscar Alfaro (1921-1963), Hugo Molina Viaña (1931-1988) como los otros dos autores destacados en ese momento, aunque posiblemente sean sus obras en prosa las que les hayan dado más reconocimiento.20 Según nos refiere María del Carmen Molina, un rasgo común a este grupo de escritores es el interés por reconocer y responder a las necesidades del niño, e incluir en ello todos los aspectos de “lo boliviano” sin exclusiones étnicas o de otro tipo.
El juego es la palabra central y el concepto organizador de un buen texto dedicado a los niños. Recopilando los valiosos aportes que hicieran Huizinga y Bally, Molina nos recuerda la naturaleza lúdica que anida en las personas y la libertad que genera en sus participantes. Esto se refleja en la poesía de nuestra autora como una gran libertad y habilidad que transita el lenguaje haciéndolo adivinanza o traviesa analogía al describir objetos cotidianos, juego de sonidos o sentidos, canciones de cuna, rimas picarescas o sorprendentes, o inolvidable
canción como aquella de la “Imillita” musicalizada y usualmente cantada en las escuelas del país 21. Estos recursos poéticos como los mencionados se complementan en otros poemas con un hilo narrativo que convierte al texto en un cuento –poema donde la historia queda resaltada–. El caso más logrado es sin duda la famosa “Baladita de la araña fea”.
Es también interesante puntualizar una complicidad constante entre la voz poética y los niños. Sea en voz de la profesora o de un alumno juguetón que cuestiona las leyes de la escuela, Bedregal se acerca al mundo de sus lectores al utilizar espacios familiares para ellos como la escuela, la casa, el patio de juegos. Esta voz recurre pocas veces a la “moraleja”, durante años parte imprescindible de esta literatura (el poema del viejo y la niñera, por ejemplo). Si en general se cuenta o se juega con un elemento familiar al niño, también hay poemas en que se lo introduce en mundos nuevos como al contarle cómo se hace un poema jugando entre el silencio y la palabra o cuando se le explica la noción abstracta del tiempo.
Por medio de una voz compañera, un lenguaje libre de juegos y piruetas, una referencia a elementos cotidianos o a la innovación de temas explicados amablemente, la voz de la poética dedicada a la literatura infantil logra una comunicación efectiva con sus lectores. Esto ocurre ya desde el prólogo al libro en el que se nos explica, como a los niños lectores, el origen de estos poemas como el legado de un angelito que sólo los niños ven y saben distinguir. Este es un aporte central a la literatura infantil de una poeta que fue maestra y atenta observadora de la niñez.
DE LA MIRADA A LA MANO: YOLANDA BEDREGAL EN EL RECUERDO
La escritura de Bedregal parece ser ese puente entre un mundo interno complejamente
habitado por el permanente proceso de identidad y de afirmación frente a otro. Especialmente la maternidad es un eje desde el cual se mira, se asume esta escritura. Desde la mirada externa, la poética es profundamente móvil, transita mundos, escrituras y enfrenta lo divino y su ausencia hasta habitar la contemplación como la mejor palabra. Hablando con amigos y parientes de Bedregal, escuché de boca de su hijo Juan Conitzer la frase de
su madre “la mano sabe”, anclada en su recuerdo. Eso me da pie para acabar esta galería de retratos posibles de la poeta para centrarnos en un rostro y un cuerpo. Mi lectura se ha fijado en los ojos atentos al mundo, al llamado de los que la rodeaban y a la misma mirada de Dios. Sin embargo, complementariamente, ella está en sus manos. Y no es casual, pues la mano escribe claro, pero que es fundamentalmente la salida de uno hacia los demás, es la que acaricia o golpea, la que señala o enmudece estrujando el grito, es la que da y recibe. Esa mano intentó lo mejor que pudo comprender su mundo y expresarlo con responsabilidad; porque en la escritura del poeta se congregan mundos y seres posibles; porque quien da forma al vacío en esculturas halla una posibilidad de recomenzar; desde lo sensorial por eso, “la mano sabe”.
DE ESTA EDICIÓN
Los tomos Poesía I y Poesía II (a su vez tomos I y II de la Obra completa de Yolanda Bedregal) incluyen todos los libros publicados y los poemas que quedaron inéditos. Existen dos ediciones de los primeros cuatro libros, la original y la corregida por la autora en 1977; se toma esta última como versión base y se anotan las variantes en las notas al final de cada tomo. Muchos poemas publicados en los libros aparecieron en una antología titulada Escritos, en 1994. Pese a ser ésta la más reciente publicación, no la tomo en cuenta a la hora de fijar los textos pues, según nos confirmó la familia, se publicaron sólo fragmentos de muchos poemas y se eligieron algunos poemas “representativos” por libro, lo que hace compleja la tarea de estudiar y determinar esas variantes. Sin embargo, se apuntan en las notas algunos cambios que hizo Yolanda Bedregal en esos fragmentos.
Entre las variantes más comunes de toda la obra están la puntuación, la inversión de versos, la sustitución de palabras y, en no pocos casos, la reescritura del poema completo; en éstos he transcrito el texto en su totalidad para que el lector pueda compararlos.
En cada poemario mantengo los poemas originales, sin repetir los que corresponden a un libro anterior. El único caso excepcional en este aspecto es el de Poemar, pues en la segunda edición no se publicaron algunos poemas de la primera; registro éstos entre las variantes a pie de página o en Ecos donde los reubicó la autora. El libro Del Mar y la Ceniza incluía originalmente el libro Alegatos y una sección antológica de otros libros; mantengo la edición original de los dos libros, pero dejo de lado los poemas recopilados
en la parte antológica, pues aparecen en los libros originales. Conservo en Escrito algunos textos no publicados en los libros anteriores. Y respeto la edición de El cántaro del angelito de 1979 con algunos pocos cambios anotados a mano por la poeta, incluyendo un par de poemas publicados antes en Poemar y en Almadía para mantener la unidad del libro dedicado a la literatura infantil.
Incorporo en la sección libros dos inéditos que la poeta dejó ordenados y preparados como libros unitarios. En la sección de poemas, he alternado con los inéditos –ordenados en gran
parte de manera cronológica– los poemas publicados en revistas o periódicos que no se hallan en los libros. El criterio que ha guiado esta decisión es el de ofrecer un panorama cronológico de la producción poética sin interrumpir con los datos de publicación. El conjunto de poemas inéditos que se encuentra en el archivo personal de la poeta consta de aproximadamente 500 poemas. He elegido 350, dejando de lado aquellos que son versiones, poemas inacabados y traducciones. Quedan sin publicar estos poemas por su condición de trabajo inacabado.
Son muy pocas las correcciones de edición que se han realizado, básicamente erratas de ortografía y de coherencia verbal. He mantenido las notas que la poeta acotó a algunos poemas, especialmente en lo que concierne al vocabulario aymara o quechua, y he añadido notas sólo cuando me pareció imprescindible. He decidido respetar también el particular uso de las mayúsculas de la poeta, especialmente en Convocatorias, ya que hay una intención de convertir esas palabras en nombres propios o de enfatizar su carácter divino.
NOTAS
1 Así lo cuenta la poeta en una entrevista: “Mi casa fue siempre casa abierta y a cualquier hora caían los amigos que llamábamos tíos: Alcides Arguedas, Gregorio Reynolds, José Eduardo Guerra, José Salmón, Armando Chirveches” (Raquel Montenegro, “Entrevista con Yolanda Bedregal”, UMSA, 1999 [transcripción]: 3).
2 La primera Gesta Bárbara se fundó en Potosí en 1918 y estaba formada por Carlos Medinacelli, Armando Alba, Alberto Saavedra Nogales, José Enrique Viaña y Gamaliel
Churata. Los miembros de esta segunda Gesta fueron al inicio: Beatriz Schulze, Valentín Abecia, Gustavo Medinacelli, José Federico Delós, Federico G. Varela, Santiago Schulze, Oscar González Alfaro, Héctor Burgoa, Fausto Aoiz, Alfredo Loayza Ossio. Luego se unen Julio de la Vega, Alcira Cardona, Mario Guzmán Aspiazu, Mario Miranda, Armando Soriano y varios otros que pasaron ocasionalmente por el grupo. Datos tomados del libro de Valentín Abecia Baldivieso Gesta Bárbara: antes que el tiempo acabe (La Paz: La casa de la Moneda, 2000) y Álbum de Gesta bárbara [inédito] de Beatriz Schulze.
3 Me parece muy arriesgado relacionar o buscar tendencias o movimientos literarios en esta obra ya que si podemos reconocer alguna estética volcada a lo nacional, pinceladas vanguardistas o alguno que otro inquietante simbolismo, éstos permanecen como rasgos casuales en la escritura y no como adscripción voluntaria o consciente a cualquier modelo de escritura.
4 Es interesante seguir este tópico tanto en la obra poética como en la narrativa y ensayística para tener un mapa completo de la manera compleja con que Bedregal abordó el tema.
5 Mitre ha analizado estupendamente esta veta dedicada a la maternidad en la poesía de nuestra autora como una ética del “sacrificio, la compasión y la ternura”, reconociendo una potente ambigüedad en su tratamiento basado en la culpa del dar la vida como si con ello se fuera a “entregar otra víctima al teatro doloroso de la existencia” (“La obra poética de Yolanda Bedregal”, Signo 53, 1999: [124-131]: 125). Una afinidad interesante se realiza aquí con una escritora a quien Bedregal admiró profundamente, Gabriela Mistral. El amor, para la poeta chilena, es también un territorio de “crucifixiones y redenciones” donde prevalece un imaginario cristiano que homologa al cuerpo femenino y potencialmente maternal con el cuerpo sacrificado de Cristo. En este sentido, encontramos que en ambas obras la maternidad se asocia a una prolongación de sufrimientos humanos, como una condena perpetua. De aquí que la maternidad acabará siendo sagrada, o en palabras de Mistral “la santidad de la vida comienza en la maternidad” (“Lo sagrado”). O, en otro poema en el que celebra no tener descendencia, pues así “la cara de mi madre ya no irá por el mundo/ ni su voz sobre el viento, trocada en miserere!” (“Poema del hijo”). (Gabriela Mistral. Su prosa y poesía en Colombia. Ed. de Otto Morales Benítez. T.3. Bogotá: Convenio Andrés Bello, 2002).
6 Me parece tentador pensar una oposición interesante con otra escritora amiga y contemporánea de nuestra poeta María Virginia Estenssoro, quien aborda el tema de la maternidad en su “Poema al hijo”, por ejemplo. En éste ella asume la relación con el hijo muy lejos de la culpa, más bien del lado de la fuerza y el milagro, cosa que no es que Bedregal no haga, sino que complejiza al explorar sus lados más oscuros. Estenssoro plantea una especie de resurrección de la mujer en su maternidad al revivir el mundo para contárselo al hijo (“Yo me encuentro en el alma/ cosas que se perdieron, / que se perdieron dentro,/ que no aventó el vivir”) y frente a él la imagen de la madre es más bien de fortaleza y de vulnerabilidad (“Tú verás a tu madre/ aureolada de orgullos, de impaciencias y de goces/ y sabrás que fue humana,/ que fue mujer y sangre,/ y calor y pasión”). (Ego inútil. Obras completas. V. 2. La Paz: Los Amigos del libro, 1971).
7 Un símbolo recurrente en la poesía es la casa, extensión de la mujer que enuncia la mayoría de los poemas. En el libro dedicado a su hijo, Tinta negra, Bedregal retoma la casa como el espacio donde se realiza la lucha entre su imagen de madre y los cuestionamientos dolorosos a partir de la imposible relación con el hijo. Veremos en la selección de textos cómo la casa es un escenario que cambia y ofrece los espacios de la interioridad en cada proceso.
8 También aquí cabe un paralelo con la obra poética de Estensoro; pienso en su inolvidable poema “Réquiem”, en el que es clara y angustiante la misma imposibilidad de comprender los cambios que se daban en el mundo y que afectaban tan radicalmente a sus hijos. En ambas, sin embargo, hay la voluntad de enfrentar esa angustia para tratar de entender y de acompañar al hijo en ese nuevo mundo que también las invade y las violenta. Un poema todavía más impactante por su carga biográfica y por su apelativa intimidad es “Yo también tuve un hijo preso” donde la realidad social del país atraviesa la historia personal desde la maternidad y la pérdida. Me parece importante sugerir una posterior investigación que explore las maneras de la maternidad en nuestras poetas; ya con Bedregal y Estenssoro
tendríamos tela más que suficiente para cortar.
9 Mitre, 125
10 También en este caso encontramos una afinidad con un poema de Mistral en el que los poetas muertos siguen acompañando a la voz poética: “¡Os amo, os amo, bocas de los poetas idos,/ que desechos en polvo me seguís consolando/ y que al llegar la noche estáis conmigo hablando;/ junto a la dulce lámpara, con dulzor de gemido!”.
11 Es interesante la lectura en contraste con el poema dedicado a Adela Zamudio, pues hay una especie de identificación o proyección en las vidas y obras de esas otras mujeres admiradas.
12 Aunque poco podría existir en común a estos poetas, ellos se conocieron y mantuvieron una discreta relación de colegas.
13 Este tipo de conciencia de la crítica y la condescendencia de lectores o de analistas parece común a María Virginia Estenssoro, Hilda Mundy y Yolanda Bedregal.
14 Jaime Martínez Salguero, “Yolanda Bedregal”, Signo, 53, 1999: (118-122): 118.
15 Afirma Mitre, en su estudio antes citado, que este poemario debe leerse como un solo poema en ocho fragmentos. En él, el mar tiene múltiples significaciones: “la infinitud del deseo, la naturaleza misteriosa e inescrutable del universo, un vientre cósmico que alberga tanto el principio de vida como el de muerte”. La voz poética se enfrentaría a él, en esta lectura, para “poner fin a la penosa e inútil busca y conformación de la propia identidad” (127).
16 Mitre, 129.
17 Montenegro, la poeta afirma que “es el poeta el único que puede establecer un equilibrio entre un mundo enloquecido y los valores permanentes” ( 6) idea clave fundamentalmente en los libros místicos.
18 Montenegro, 7.
19 Tomo la definición y debo varias ideas de este acápite a la tesis de María del Carmen Molina, La imaginación simbólica en “El duende y la marioneta” de Hugo Molina Viaña, (La Paz: UMSA, 2002 [tesis de licenciatura]), 36.
20 También en esos años están produciendo literatura infantil Beatriz Schulze, Elda de Cárdenas, Antonio Paredes Candia, Carlos Aróstegui y Guido Villa-Gómez, entre otros destacados poetas.
21 Ver datos en el poema.
|