INTRODUCCIÓN PALABRA SIN ORILLAS QUE ES EL MAR DE MI MISMA: LA NARRATIVA DE YOLANDA BEDREGAL
Ana Rebeca Prada
Para cantar hay que haberse negado y haber
muerto y, como Lázaro, haber resucitado
Y. B
La narrativa de Yolanda Bedregal (1913-1999) recorre sesenta años del siglo XX. Desde Naufragio de 1936 hasta los fragmentos de La casa y sus entrañas, escritos hasta alrededor de 1996, tenemos un arco largo y complejo de trabajo escritural que se despliega en prosas poéticas, cuentos, novelas, piezas autobiográficas, homenajes y escritos diversos. Mucho material narrativo colinda con otros lugares del discurso que ejerció como poeta y ensayista; pero centralmente tenemos en este tomo a la Yolanda Bedregal narradora y escritora de ficción. La escritora empezó a escribir prosa muy temprano –su primer libro publicado que es prosa y poesía– y no terminó de hacerlo sino cuando comenzaba a llegar el final de su vida. Sorprenderá la diversidad que presenta su escritura narrativa en cuanto a exploración temática y discursiva, siendo Bajo el oscuro sol, con seguridad, la cima de la misma.
Este estudio introductorio pretende visitar con alguna atención los textos más significativos de este tomo. Dado que mucho del material incluido es inédito o sólo fue publicado en periódicos, la intención es la de, además de volver a resaltar libros conocidos como Naufragio y Bajo el oscuro sol, poner de relieve el valor de ese otro material, que echa nueva luz sobre el conjunto. Emerge, así, una nueva Yolanda Bedregal, escritora compleja y diversa, mucho más prolífica narrativamente de lo que generalmente se pensaba.
LAS NOVELAS Y UN RELATO AUTOBIOGRÁFICO EXTENSO
En cuanto al género de la novela y el del relato extenso, Yolanda Bedregal escribió Verónica, Bajo el oscuro sol y los fragmentos hallados de La casa y sus entrañas. Escribió, además, El libro de Juanito, un relato autobiográfico construido a partir de las voces ficcionalizadas de los hijos de la autora. De estos cuatro textos sólo publicó Bajo el oscuro sol.
Comenzando por su primer esfuerzo por escribir una novela, Verónica, puede observarse que se trata de un texto más bien breve que Bedregal escribió en 1943, dejándolo no sólo inédito, sino sin título.1 Relata la historia de Verónica, una muchachita que sufre una historia familiar de pobreza y violencia. Esto concluye con la muerte de su madre y un viaje a Nueva York donde inicia una nueva vida.2 Es de subrayar la precisión con la que la autora diseña un hogar afectado por el alcoholismo y la violencia del padre, y por la abnegación y victimización, hasta la enfermedad y la muerte, de la madre. Una mujer, ésta, que venía de una familia “muy conocida en otra población”, que había perdido de vista al hermano (hace mucho huido del país por complicaciones de una huelga minera) y cuyos padres habían muerto. Al casarse con el padre de Verónica y tenerla a ella y dos niños más, se inicia una vida de maltrato y miseria. En este texto emerge el tema del incesto; mientras la madre está en el hospital, el padre visita a Verónica en su camastro:
lo veo avanzar sobre mi cama; avanzar despacito y echarme su aliento en la cara. Quiere besarme, y yo siento un asco espantoso… Luego quiere palparme en la cama. Siento su mano torpe que me destapa y me busca. Nunca antes me había acariciado como padre, ni besado; y me parece que un agua de barro me cayera en toda el alma y me ensuciara el cuerpo. Pero no comprendo nada, sólo una repugnancia inexplicable, un deseo espantoso de gritar y de huir. (3: 238) †
Detiene al padre la voz de uno de los hermanos. Y la muchacha, asqueada, describe el rostro del padre que huye:
Le había crecido la boca y le temblaba; sus ojos ardían como los de un demonio, y tenía abierta la nariz. Su cara era del tamaño de este cuarto, y las ventanas de su nariz del tamaño de un horno, y su boca era como una puerta por donde saliera un incendio asqueroso. Quedé inmóvil, paralizada, fría y ardiente. (3: 238-239)3
Al atacarla nuevamente el padre, la niña grita y llama la atención de una vecina quien encuentra al padre golpeándola: “Gritó la mujer y salió gente de todos los rincones. Me acosaron a preguntas, me escupieron a insultos, y entonces alguien dijo que debían aprehender a mi padre y denunciarlo por algo que yo no comprendí. Todo el mundo de mis doce años se hizo una sola tormenta” (3: 239). Interesa, en relación a esto, poner de relieve el rasgo de marginalidad radical que va integrando la narración al sentir la niña el desdén y rechazo de la comunidad debido a su miseria:
En el pueblo nadie nos quería a causa de mi padre, que siempre andaba borracho. Para las dueñas de chichería éramos un estorbo, quienes les impedían sacarle toda la plata. Para las gentes del barrio éramos niños hambrientos, dispuestos a robar un pan y correr. Los pueblos chicos son los lugares en que fermenta todo lo malo y lo podrido, es como un hueco lleno de larvas de moscas envenenadas. Mi madre nunca hizo daño a nadie, pero no podía ser querida, porque no era como ellas, no era rica, pertenecía a la clase de gentes en donde la colocaba la pobreza. Con los de arriba no iba porque era pobre; con los de abajo no podía estar porque no era de su clase. Los chicos nos odiaban y nos pegaban, porque mirábamos sus golosinas y sus juguetes. Yo andaba siempre peleando en defensa de mis hermanos y nadie podía sentirme. (3: 239)
Son interesantes los detalles que incorpora a este cuadro de abuso la autora, marcando la doble marginalidad de lo femenino. Ante el peligro que el ataque del padre se convirtiera en un escándalo aún mayor, ella, a partir de un impulso que no comprende bien, defiende al padre y ahuyenta a los vecinos, “[u]no de ellos se puso a orinar en mi presencia como si fuera yo una pared sucia” (3: 239). Y los niños de la casa en la que trabaja de sirvienta: “Me estropearon como nunca. Uno me daba una patada, otro me echaba con cáscaras, hasta el pequeño vino y me dio un pedazo de jabón diciendo que era un dulce que me había guardado” (3: 240). Se añade también el trato lascivo de los soldados y el corregidor.
Luego de una visita al hospital, donde está internada su madre, la niña es recogida por dos soldados y llevada a la oficina del corregidor, quien procede abusivamente con ella, para luego hacerla encerrar en la cárcel. La someten luego, junto a su padre, a un denigrante interrogatorio vinculado a abuso sexual:
Querían saber si en la noche del escándalo yo era todavía virgen; si antes había estado con un hombre; si mi padre había abusado de mí y, como notaban que no comprendía bien, querían explicarme con rudas palabras de policías de pueblo. Aquella mañana comprendí mucho más de las vergüenzas de una mujer que en todo el resto de mi vida. Aquella mañana dejé de ser pura, aun sin haber cometido pecado. Aquella mañana huyeron todos los blancos misterios de la adolescencia bajo una granizada de lodo. Aquella mañana aprendí a odiar y a compadecer todo. Mis trece años se mancharon para toda la vida y se inició mi madurez erizada de púas, de lágrimas y de lástima para el universo doliente. Vi el mundo como un montón de dolor, de mentira, de enfermedad, de hambre, de humillación, de abandono. (3: 245-246)
Antes de morir, la madre, a la que Verónica le oculta los intentos de violación y el interrogatorio, le cuenta que aquel hombre no es su padre: “Sentí un enorme alivio en esas terribles palabras, sentí mi libertad de poder, por fin, odiarlo” (3: 249). Su verdadero padre, que era inglés, había tenido que partir a la guerra de Europa y había muerto. El marido actual no sabe que Verónica no es su hija: “No lo sabemos más que tú y yo”, le dice la madre, agregando: “Mis padres me habrían echado de la casa al saber que nacerías tú, y entonces me casé con él que era un pobre gendarme del pueblo y que me quería desde que vino en servicio; nos fuimos del lado de mis padres y naciste tú” (3: 249). Luego, en un rápido e inverosímil trastorno en la trama, Verónica y sus hermanos quedan a cargo de la maestra de la escuela, buena y generosa (“mujer bendita”) que embarca a la muchacha a Nueva York (el original oscila entre Buenos Aires y Nueva York, pero se queda al fin con esta última), donde irá a encontrarse con el hermano de su madre hace tanto tiempo huido del país. Luego de un largo y detallado relato del trayecto por tren y barco hacia Nueva York, su vida, una vez allí, da un vuelco total: la tía Emma, esposa de su tío (Alan Devon), la incorpora a una vida citadina, holgada. Un día, Emma abandona su hogar y deja a la sobrina sola con el tío en el departamento. Verónica encuentra un trabajo en servicio doméstico con una familia en cuyo seno encuentra cariño: “Yo me sentía volver a ser persona, mejor dicho: dejar de ser animalito de agujeros y comenzar a ser lo que sin saberlo había anhelado muchas veces” (3: 263). Todo aquello se rompe al quebrarse una hermosa pecera de la casa cuando un chofer, amigo de la cocinera, se acerca a ella lascivamente y ella se defiende. La cocinera miente para salvar su pellejo y Verónica es echada de la casa. Se halla así, otra vez, sin hogar, empujada (en otro muy abrupto movimiento del texto para cerrar la narración) a salir a buscar “pan y techo”.4
Ha sido necesario extenderse un poco sobre esta temprana novela inédita, pues lleva el germen de Bajo el oscuro sol y de preocupaciones recurrentes en la narrativa de Bedregal en general. Esto se hace evidente sobre todo cuando encontramos entre los originales de Verónica un par de hojas mecanografiadas descartadas en la construcción de la última versión –que es la que hemos comentado–, en la que, una vez ida la tía Emma, Verónica se queda sola con el tío en el departamento de Nueva York:
Yo guisaba para él, tenía en orden la ropa. Estaba sola como siempre, pero sentía una ternura muda hacia aquel hombre desgraciado. Lo veía enfrascado en sus inventos. Lo contemplaba en su escritorio siempre solo y a veces creía ver pasar por su cara una expresión de triunfo. Recogía sus papeles sin mirarme apenas cuando le acercaba una taza de café creyendo encontrar el momento de acercarme a su vida y conseguir su atención… Y entretanto yo era un mueble más en la casa, temerosa siempre de molestar y de que me echara en cara la molestia de tenerme a su lado. Tenía miedo de que me echara, ¿dónde iría? Él me era todo en el mundo, no tenía a nadie. Qué me importaba su indiferencia. Yo estaba lista a servirle como un perro fiel.
E inicia una relación incestuosa con él:
Por fin una mañana al despedirse me dio un beso. Y con esa magnífica limosna tuve bastante para soportar mi no ser nada. Hasta que ocurrió lo grande, lo terrible. Él se había levantado antes que yo. Desde mi cama le vi afeitarse y contemplaba con una rara ternura el ir progresando de sus movimientos. Hasta que salió de su cuarto limpio y fresco acentuando sin notar su defecto al andar. De pronto se precipitó en mi cuarto y me miró por primera vez. Yo tenía un camisón que había dejado su mujer. ¿Vendría a reprochármelo? No. Se acercó al borde de mi cama y me tendió sus brazos en llamado invitador y se fue echando sobre mí hasta que su cara cubrió la mía y su boca encontró la mía y el peso de su cuerpo me aplastó. Aquella misma noche empecé a ser su amante. Yo que no conocía la caricia sencilla del adolescente, yo que jamás había sido amada o besada por el labio puro, caí de golpe en el abismo a donde se llega después de los caminos tortuosos y después de aprender a querer y a desear. Caí de golpe en medio de una alegría loca y dolorosa. Sentí por primera vez mi cuerpo, lo vi desnudo por primera vez, y no mío sino poseído para siempre. Fue una alegría suprema y bárbara como un infierno sin portal en donde hubiera caído para mirar de golpe estrujarse y sangrar en llamaradas de alegría todos los dolores de la conciencia y de lo oscuro. Fue rabia y júbilo, exaltación y desprecio. Enorme y furioso remolino en el desierto de mi vida que no pertenecía a nadie. Mi cuerpo fue.5
Estamos ante la antecesora, escrita más de 20 años antes, de la novela premiada de Bedregal, Bajo el oscuro sol. Reaparecen en esta última los personajes de Verónica y del tío y la tía en Nueva York; el tema del origen complicado de los personajes por amores secretos de la madre; y el del incesto –puesto a un lado por aquel primer intento de novela–, que, en el caso de Bajo el oscuro sol, se torna mucho más elaborado con el tema del embarazo interrumpido y con el descubrimiento de la verdadera identidad del tío. Sin embargo, no llega a la intensidad erótica que Yolanda Bedregal alcanzó en estos párrafos –puestos a un lado, pero no destruidos– de los borradores de su primera novela.
Bajo el oscuro sol representa, con seguridad, el trabajo narrativo mejor logrado de Yolanda Bedregal.6 Está dividido en dos partes y cada capítulo (13 numerados en la primera parte; 12 numerados y dos sin numerar: “Fascículo exento” y “Ex Libris”, en la segunda) lleva su propio título. Puede leerse la novela como una alegoría particular de la escritura femenina. Existe una mujer que muere, alcanzada por una bala perdida que entra por su ventana durante un golpe de Estado: “El omoplato pudo haber amortiguado el impacto, pero, en posición de escribir, dio libre paso al proyectil. Salida a ras de las costillas” (3: 89). Muere en el acto de escribir; muere por estar escribiendo. Se trata de una escritora (que es, además, muchas otras cosas; que hace, además, muchas otras cosas). A partir de su muerte, e incluso antes de ella, Verónica Loreto (o Ivanloe, Iva, Vera en las cartas y en las ficciones internas a la novela; nombres que, a la manera del anagrama, se arman con las letras de su ‘verdadero’ nombre) es un fantasma misterioso, mujer enigmática que enamora sin saberlo (al Dr. Gabriño, al suicida Dr. Félix Camargo) y que suscita gran admiración –“excepcional mujer que trata de pasar inadvertida siempre” dice Pedro Lazo en una carta (3: 138)– o las más disparatadas especulaciones y chismes entre ociosos y ociosas. Un hombre, Duarte, roba material escrito por ella y lo publica con su propio nombre; un amigo suyo, Pablo, logra que una editorial argentina importante lea un manuscrito suyo y lo publique, pero utilizando –a pedido de ella– el nombre de él; una vez muerta y habiendo sido una persona discreta, se levantan en torno a ella las habladurías más delirantes. A esos cuatro silenciamientos (el de la muerte, provocada por el desquicio de la violencia política; el de la usurpación de su autoría; el que ella misma se impone al hacer publicar una novela suya con otro nombre; y el que echan sobre ella las especulaciones que no corresponden a la verdad, que sólo ella –y sus papeles– conoce) se suman silencios que yacen ocultos en la escritura, en los papeles mejor guardados. El silencio mayor: el que ella misma cierne sobre su incestuosa historia de amor con Bernard Sand (o Bernardo Arenas) y el del destino de su embarazo: un aborto.
Será por ello el Dr. Gabriño un personaje esencial –que porta consigo, sin embargo, restos de los prejuicios usuales y los juicios falaces que la masculinidad suele repetir como en un ritual perverso respecto a la mujer– que se constituye en el lector de los papeles dejados por la muerta. ¿Una alegoría del lector de esa escritura femenina?; ¿un lector que la novela lleva, sin embargo, más que a encubrir o velar, a descubrir y revelar? Gabriño la recuerda como una joven elegante que asistía a sus clases, y a la cual ‘pudo haber amado’; es convocado como médico a la pieza que ocupaba ella cuando la dueña de casa y los vecinos descubren el cadáver; y, finalmente, adopta la misión ineludible de evitar que ‘se usurpe su vida’. Al convertirse en lector de los papeles de la muerta, Gabriño contrarrestará, incluso a pesar suyo, las diversas capas de silencio que rodean su identidad y su vida secreta. Ella, una vez alcanzada por la bala, permanece en su habitación en calidad de sombra, de presencia fantasmal (atestiguada con espanto por varios personajes), convocando a Gabriño, llamándolo a través de un sueño que doña Hortensia, dueña de casa, le cuenta al doctor, asustada. El doctor no sólo acude al llamado del fantasma, sino que se instala en la habitación y asume la misión de hurgar en los papeles, de desentrañar los misterios, de atravesar las diversas capas de silenciamiento. Ocupa ‘el territorio que le asignó la muerta’. Esto es muy importante: en vida, el silencio, la discreción, la herida de la memoria vivida calladamente; en la muerte, el llamado a destapar lo que se halla sellado, condenado al olvido. Verónica Loreto sólo puede convocar a desentrañar su secreto, su identidad, su verdad una vez muerta.7 Yolanda Bedregal lo dice muy bien: “Sólo después de la muerte, empieza paradójicamente a existir Loreto”. Y añade: “Es el personaje mismo, Loreto, que no quiere morir del todo”.8 Porque la literatura hace posible que la muerta tenga más presencia en la novela que muchos otros personajes.
Gabriño es en esta alegoría, efectivamente, el lector por excelencia de la escritura de mujer: es hombre, está enamorado de ella –aquello que era potencial, vago en vida, cobra fuerza y se convierte en una voluntad de conocerla, de amarla en la muerte: se arma una imagen sí de curiosidad, sí de obsesión en este lector, pero, también, de voluntad de no dejarla desvanecerse en la anonimia de los solitarios, de hacerse de ella, de tenerla. El doctor se siente “heredero inocente de ese luto sin deudos” (3: 169) porque, además de todo lo ya descrito, Verónica Loreto muere sola y nadie acude a ella cuando muere. No tiene a nadie. Y si a alguno tiene, todos están lejos, ya inencontrables. Los silenciamientos, el silencio, las soledades. Gabriño es, pues, el lector de la escritura de mujer: por sobre su hombro nosotras, nosotros, leemos las cartas, los fragmentos de ficción y el diario dejados por la muerta, en un juego complejo entre ficción (la de la novela misma que leemos; la de los escritos de Verónica Loreto) y realidad (la de las muy familiares escenas de golpe de Estado descritas; la de esa ‘verdad’ hundida en el diario y el maletín). Hay una desestabilización de estos términos (ficción/realidad): ¿no necesita acaso la escritura femenina desestabilizarlos permanentemente para ganar un lugar, para diseñar un territorio posible?9 La novela toda es un proceso de esta desestabilización cuando, al revisar los papeles de la muerta, las tramas ficcionales se mezclan con el contenido de las cartas y con el del diario. Suele haber, para decirlo con todas sus letras, en la literatura de las mujeres un desentrañar de verdades profundas, de realidades importantes; un decir cosas dejadas sin decir. Los comentarios de Gabriño, lector masculino, nos incomodan y hasta impacientan, pero es él quien permite acercarnos a Verónica. Su intermediación hará posible el develamiento. Es una intermediación (entre las tantas que atraviesa lo femenino en la novela) que finalmente pone al descubierto, da la voz, entrega una verdad.10
Es importante la complicada escena en la que Gabriño, trasmutado en “Autor,” se deshace del último maletín de Verónica Loreto echándolo al río, sólo para luego arrepentirse y retornar, a la manera de un policial,11 a “la escena del crimen:” “¡Qué no te vean con ese paquete sospechoso! Estás cargando un muerto” (3: 209). El maletín se convierte en un objeto que escapa hasta el límite su desentrañamiento –es apenas recuperado– pero que, a la vez, revela su terrible secreto en imágenes premonitorias.12 Antes de abrir el maletín, Gabriño afirma: “¡Ahí! Se ha detenido el bulto de cuero empapado. Semeja un ataúd de párvulo” (3: 208). “Tuve que haber dormido. Sé que, entre sueños, asesté un largo cuchillazo a una mujer encinta; le partí el vientre” (3: 209) y, más adelante, “la valija mostraba un profundo tajo al sesgo y desde un apretado envoltorio protegido por una bolsa de polietileno asomaba algo deforme, como un feto en la placenta” (3: 210). Se trata de un objeto cargado de horror, del secreto que Verónica se lleva a la tumba y que, sin embargo, desde ella, convoca a que se descubra.13 Lo que había truncado su vida aun antes de que la alcanzara la bala, un feto que nunca nace, aparece en estas imágenes verdaderamente siniestras, en el sentido de que aquello que no podía ser revelado por fin ha ganado la superficie. La gran angustia que acompaña a Gabriño (“la inquietud del médico se trocó en obsesión,” [3: 199]) en su revisión de los papeles de Verónica no es más que la angustia que precede a la revelación de lo que no debe ser desocultado; no es más que la angustia de la propia Verónica, que ha convocado a Gabriño desde la muerte para que desentrañe el contenido del maletín.
Cuando la novela llega a “El pacto,” el capítulo de las revelaciones, el lector siente una sensación de gran alivio: por fin, la voz de Verónica fluye libre. Ya no leemos sólo retazos de sus escritos arbitrariamente escogidos, interpretaciones hechas por otros o respuestas a sus cartas; leemos la fluida narración de su diario de su propio puño y letra.14 Gabriño ya no comenta nada, permanece silente. Es el turno de la muerta. Su voz ha alcanzado la superficie –como el maletín en el río–: dice lo que tiene que decir. Algo que perturbaba profundamente la lectura (la de Gabriño, la nuestra) halla cauce, halla su lugar; algo vuelve al orden. En “Ex Libris,” un narrador expurgado, que claramente porta en sí la catarsis ejercida por las revelaciones, cierra la novela recapitulando, ya serena y distanciadamente, el curso de la novela.
La casa y sus entrañas se nos presenta como un proyecto de novela constituido por apenas algunos fragmentos que, en su mayoría, fueron escritos en la década del 90. Abre, sin embargo, una gran incógnita la frase: “Hubiera querido publicar una novela escrita a lo largo de muchos años y que se llama La casa y sus entrañas. Es difícil hablar del futuro. Lo dirá Dios… ”.15 ¿Hablaba de una novela terminada o de los escasos fragmentos que se encontraron y que aquí se publican? Se ha buscado febrilmente un manuscrito terminado, pero no se lo ha encontrado. La casa y sus entrañas es, como se dijo antes, una serie de fragmentos que no llegan a componer siquiera un borrador, sino que funcionan a manera de un mosaico desarticulado al que Yolanda Bedregal expresó la intención de conceder, en una nota al margen de uno de los manuscritos, el siguiente hilo conductor:
Material para La casa. El libro deberá organizarse en imágenes sucesivas conforme la autora va creciendo. Habrá que sugerir el madurar de una mujer y de la gente en torno –padres, hermanos, amigos, enamorados, novios, marido, hijos– y sucesos y sentimientos concomitantes a las circunstancias y cambios en el proceso de la vida. 1990. (3: 706)
Cuando una lee los fragmentos de este proyecto, le resultan muy familiares. Y es que Yolanda Bedregal escribió su La casa y sus entrañas, en verdad, a lo largo de toda su vida, en toda su narrativa. Esas imágenes sucesivas conforme la autora va creciendo, se fueron incorporando, diría yo, a las tramas de sus cuentos y prosas a lo largo de varias décadas o, más bien, fueron conformando el cuerpo de esa narrativa. Y los personajes de “padres, hermanos, amigos, enamorados, novios, marido, hijos,” se fueron fundiendo con los personajes de diversas narraciones y otros proyectos escriturales. A veces de manera fuertemente autobiográfica.16
En todo caso, claramente, Bedregal en la última década de su vida intenta “escribir una novela, casi autobiográfica, empezando en [sus] primeros recuerdos” (3: 405) –y esta redacción de fragmentos con plan de novela se constituye también en una reflexión sobre la vida luego de más de siete décadas de haberla transitado. La casa no sólo es el escenario congregativo (íntimo, familiar, pero también social), el nudo centrípeto en torno al cual se dan las narraciones, sino es una metáfora de la entrañabilidad de la vida familiar, de la cohesión de los lazos, de los misterios que guarda la experiencia infantil, de la continuidad del amor a lo largo de las generaciones: es un vientre tibio en el que se gestan felicidades (“Perdona que en tu regazo me recline después de haber estado acurrucada en él”, [3: 396]). En últimas, es la metáfora de la propia vida: “La casa está vieja, lo sé. Ella fue como yo, niña y joven. Vivió, creció y se va conmigo envejeciendo. Es mía. Es como yo misma en mis andanzas largas y meditativas o pueriles”.17 Es femenina, por eso puede tener un nombre como Utajja, “un dulce nombre”, “[q]ue tenga el tamaño y el color del tiempo inmóvil, seas niña, mujer o anciana con todo el misterio de las horas en su brillar y sus mentiras” (3: 396). O Camorada: “Casa, refugio, morada, camarada. Camorada por la dudas. La llamaré así, como a una mujer: camorada” (3: 398).18 Como metáfora, por último, carga lo impertérrito e invulnerable de lo mítico (“no le ocurren . . . fracasos”, [3: 395]).
Y a esta casa-mujer hay que escribirle una biografía: “Hace años me persigue el deseo de anotar la biografía de esta casa. El deseo ha pasado a ser necesidad. Es que la vejez de humanos, de casas y de cosas es la acumulación preparatoria para la vuelta total al polvo” (3: 402). se trata del último proyecto; la culminación de la obra. La escritura vuelve a los recuerdos más entrañables, se envuelve en la tibieza del hogar, del vientre de las nanas, de la dulzura de las madres, la bondad de los padres, de la lucidez y fantasía de los niños. La escritura propiamente dicha, el trabajo de semejante emprendimiento se vuelca sobre sí mismo y reflexiona sobre su dificultad: “Qué difícil hacer una cadena armoniosa entre la vigilia, el sueño, la fe, la ignorancia, la duda, la culpa, el castigo o el premio… ¿De quién? ¿Dónde? ¿De mí misma o los demás?; de todos y de nadie” (3: 706). Y no faltan amarguras y decepciones, y la narradora a momentos las visita, a manera de un ajuste de cuentas justo y necesario.
Un recuerdo particularmente luminoso: la Navidad. Ésta extiende su presencia a varios escritos de Bedregal y encuentra en esta casa mítica su despliegue más extraordinario. ¿Otro? El rebaño de niños jugando, corriendo, ocultándose, explorando, fantaseando, planeando travesuras y picardías, intentando evitar el castigo, y por entre ellos, las criadas, los vecinos, los parientes de toda edad. Una tendencia clara de estos fragmentos: el intento de recuperarlo todo, de volver sobre todo, de decirlo todo otra vez, de no dejar fuera nada que tuviera que ver con esa casa-vida, casa-mujer. Y quedó en fragmento: faltó vida, pero no literatura. Es más: la literatura no hacía más que volver a empezar.
En una entrevista fechada en 1996 y 1998, Kathy Leonard le pregunta a Bedregal: “¿Ud. tiene obras inéditas? ¿Puede referirse a estas obras y sus planes para ellas?,” contestándole ella: “Tengo mucho inédito; precisamente de esto vengo ocupándome en este último tiempo; estoy revisando maletas de papeles que tengo y que quisiera dejar por lo menos en orden. Está listo El Libro de Juanito, que quiero mucho. En realidad es literatura infantil-juvenil; Juanito va creciendo y, con ojos y alma de niño, relata lo que vive en una familia variopinta que le da que pensar, soñar y preguntarse”.19
El Libro de Juanito es un libro escrito desde la perspectiva de Juan (segunda parte), de ocho años, y de su hermana de once años (primera parte).20 Es una biografía ficcionalizada de la experiencia de los dos hijos (Juan o Cony y Connie, nombres de los hijos en la ficción y en la realidad) de Yolanda Bedregal. Podríamos pensar en ella también como una autobiografía y una biografía familiar y de la casa, pues la narración de los niños recoge su propia experiencia con relación a los otros niños y los adultos (entre ellos la madre), en el contexto de la casa y la 21 familia extendida. Yolanda Bedregal se narra a sí misma (convertida en personaje literario) a través de los ojos de sus hijos convertidos en narradores.
En la introductoria “Página exenta”, una voz externa a la de la narración explica:
Este libro es fiel y auténtico testimonio acerca de un grupo familiar de clase media alta en Latinoamérica, cuando el televisor no era artefacto infaltable en los hogares ni tenía mayor influencia en la conducta de niños y adolescentes. Ellos actualmente son, literalmente, ametrallados por dibujos animados de tercera y quinta categoría, propaganda comercial, violencia… Estos y otros males que el “progreso” ha puesto ante los ojos no siempre despiertan la conciencia, sino la desvían. Las presentes páginas retratan al niño en sus fantasías, lenguaje natural, su punto de vista para observar y criticar lo que ve y oye durante esa etapa tan importante, diríase determinante, para la vida. (3: 267)
Se trata de un ejercicio de retrotraerse a los años infantiles de los hijos y recoger la inocencia y la fantasía de aquella época –ejercicio que de diferentes maneras se realiza a lo largo de la obra de Bedregal respecto a la niñez en general. Lo infantil es un valor absolutamente central, que no sólo se expresará en este relieve que tiene la experiencia infantil en su obra, sino en la propia producción creativa para niños. Además, hay que subrayarlo, el Libro de Juanito apunta constantemente a los rasgos infantiles de “mamá”: la propia autora ficcionalizada recupera para sí el valor de lo infantil como fantasía, juego, maravillamiento:
La Navidad del año pasado estaba cerca –cuenta la niña. Todos pedimos algo posible de recibir. Juan pidió lo imposible: la Piedra Mágica. La única que pensaba que tal piedra podría existir es mamá. Pero debió tener sus dudas y empezó a buscarla… Mamá seguramente pensaba que si el Niño no mandaba la Piedra Mágica a Juanito, ella la podía descubrir. (3: 337)
Y el hijo que narra y habla de su madre, dice:
Pero el que no sea buena para los números no quita que sea mi mejor amiga y compañera. Hasta me gustaría que en otra vida ella sea mi hermano. Gozamos un montón de cosas; ver las bolitas de cristal brillando al sol; seguir con el dedo las gotitas de lluvias tras los vidrios; armar trenes, leer cuentos echados de barriga los dos en el suelo. (El otro día 22 la había estado buscando abuelita por todas partes; atisba en mi cuarto, la cree una chica, sigue buscándola. Entonces mamá, rapidito se hace a la muy seria y aparece por la otra puerta). (3: 354)
El libro está divido en dos partes, cada una de ellas consta de unidades que llevan un título, a la manera de cuentos breves que se van hilando. Las 29 unidades de la primera parte están narradas por la niña; las 13 de la segunda, por el niño. A la manera de un diario que contara la cotidianidad y las experiencias, así como los recuerdos, la narración manifiesta el paso del tiempo. Empieza la narración con el niño de ocho años y la niña de once; pero llegando hacia el final, obviamente ha pasado algún tiempo, el niño continúa lo que la hermana ya no escribe pues ha viajado internada a Cochabamba y una vez de retorno “cambió de intereses”. Dice el niño: “Ya no se ocupa mucho de mí, ni jugamos casi. Me mira como a guagua. Ahora se pasa horas hablando por teléfono… Por estas razones el libro lo continuaré yo. Empezaré por lo que ocurrió en estos dos años” (3: 346). Se puede decir que la narración cubre dos años de la vida de los niños, de la casa, de la familia.
Yolanda Bedregal arma figuras, retratos, viñetas de la vida feliz de los niños en el seno de una familia extendida, llena de personajes diversos, entrañables y algunos no tanto, al interior de una casa que se convierte en escenario ideal de la fantasía infantil:
…se me ofrecía, un mundo más abajo, el mundo de los sótanos… Antes no entrábamos ahí sino rarísima vez y, como gran aventura, para descubrir miles de cosas guardadas desde añísimos… Mundo misterioso de abajo, poblado de fantasmas, dioses, animales y aventuras. Consta de tres cuartos grandes donde hallamos corazas, espadas, monturas, baúles, manequíes, fuelles de herrería, carritos de bebé con toldo, mecedoras, libros de magia blanca, negra, roja… Fuera de éstos, hay tres sótanos más completamente oscuros, comunicados por pasadizos, túneles, cámaras, recovecos. En uno de esos lugares moran las divinidades y la oscuridad. En el de la derecha el dios Pan o de los gatos; en la parte central de la parte alta, el dios Portero-Salvador; en la parte baja el dios Luna u Oscuro Padre; en un túnel del dios Paso. Así lo bautizamos porque fue el lugar del primer ingreso al Misterio y al Gran Cuarto del Vampiro. Así lo llamamos para meter miedo a las mujeres. El Gran Cuarto del Vampiro es largo, no tiene aristas, las esquinas son redondeadas y tiene forma elipsoidal.22
Se trata de una celebración de la imaginación, de la alegría pura, del candor y sorpresa con que los niños miran y viven el mundo de los adultos –su voluntad 23 disciplinaria, sus injusticias, sus temas y obsesiones, sus aburridas costumbres; pero, también, su cómico despiste, su exagerada y chistosa formalidad, sus divertidos gestos seniles, su ternura y enorme bondad–, de la forma en que su conciencia libre, abierta se adueña de “un mundo recién destapado” (3: 350). Una celebración que intenta rescatar la forma en que el mundo nace de nuevo cada vez que el niño lo mira –en que el mundo se despoja de su horror–:
Se compró además flechas, raquetas, red y pelotitas de ping-pong, patines, imanes, lotas. Vuelta al Mundo, un ajedrecito… Lo grave fue cuando mamá tenía que hacer las maletas: las veinte cosas ocupaban todo el campo. ¡Y con sólo esos dólares y unos más que nos regalaron nuestra bisabuela y unos parientes que también escaparon a Estados Unidos para librarse del campo de concentración! Mi papá ha escrito artículos en los periódicos, artículos sobre estos campos. Nunca los hemos leído. (3: 321)
Incluso la muerte de los más próximos encuentra la forma de incorporarse a la inocencia:
Se murió la tía Rebeca. La recordamos siempre yo y Juan. Tenemos un cuadro pintado por ella y cuando vemos figuras en las nubes decimos que, como ella era pintora, estará pintando para Dios, la Virgen María y los ángeles: nos imaginamos que algunos angelitos se le suben a la falda y a los hombros mientras ella les cuenta alguna cosa buena como nos contaba a nosotros. Ahora debe estar de veras linda y se me ocurre que piensa también en nosotros. (3: 330)
LOS CUENTOS, LOS RELATOS CORTOS
En el inicio fue Naufragio ([1936]1977). Yolanda Bedregal tenía 20 años cuando entregó a su padre la versión manuscrita de este su primer libro con la siguiente dedicación: “Papá, con el fervor de toda mi vida, te lo ofrezco. Tu Yolanda, 2/IV/36”. Algunos de los textos están fechados: diversos días del mes de marzo de 1935 y marzo de 1936. Este original contenía: “Invitación al viaje”, “Referencia de ruta y dibujo del mapa”, “Embarque”, “Mar de lluvia”, “Enredadera”, “Las calles”, “El campo”, “Cosechando ciudades”, “Ruidos de cartón”, “Ecos de soledad”, “Cambio de luces”, “Fuga de sombras”, “Hebras de humo”, “A bordo de mí misma”, “Derrumbe”. En la primera edición publicada (edición sin fecha, se realizó entre 1936 y 1937) se añade “Mar de sueño”. A la versión definitiva, de 1977, se añade “Paisajes urbanos”, que consta de las piezas: “En el parque”, “En la avenida”, “Los enamorados”; incluyéndose además “Frente a la radio”, “Trajes del aire”, “Pesadilla”, “Impresión”, “Discordes”, “Yolanda”, “Cuando muera”, “Viaje inmóvil”.
Se trata de un conjunto de narraciones cortas que oscilan entre la prosa poética, el cuento breve y el recuento autobiográfico. Recogen estos textos la experiencia feliz de la niñez y el advenir –a partir de lecturas, imaginación, sueños, experiencias fantásticas– del mundo de la ficción, de la escritura. Se trata de un mundo adolescente fascinado por la experiencia vital y la potencia fantástica que todo a su paso porta y abre; atento también a la llegada de la vivencia del amor juvenil y el despertar del cuerpo, y del terror de las guerras. Lo urbano cercado de montañas se erige como contexto; la mirada adolescente recorre la ciudad y la escribe, sin excluir momentos en que deviene escenario hostil o “escenario de juguete”. Se nombra la casa (la entrañable casa familiar), las calles y el juego, el colegio, el parque, las avenidas, el tranvía, el ómnibus, los ascensores, los mendigos, barrios suburbanos y “sofisticados”, “ladrillos, calaminas, cemento, cal”, el asfalto, el cementerio, los letreros metálicos, los conventillos, bocinas y gritos: “En la marcha, calles, gente, gestos, pedazos de todo” (3: 451). Una ciudad, por otro lado, que se llena de campo cuando llegan los productos agrícolas y los campesinos y la lengua aymara invaden el asfalto; que va desapareciendo cuando se baja a la tibieza de la campiña hacia el sur o cuando se sube hacia la “pampa infinita” del altiplano por el oeste. Una ciudad, por otro lado, que vela y entierra a sus soldados muertos en la Guerra del Chaco. En principio, expresan estas breves narraciones una mirada ingenua e infantil: “Éramos tantos, tan jóvenes y tan frescos todos… éramos las notas de una canción fresca y viviente y corríamos y saltábamos dando tonos diversos a la melodía” (3: 440); una escritura que tiende a la celebración, al maravillamiento.
Pero un naufragio es el hundimiento o la destrucción de un navío por un accidente en el mar; también es lo que sufre quien viaja en tal navío. El término connota, además de desgracia y desastre, fracaso. ¿Por qué este título para un libro de adolescente, de corte primordialmente celebratorio? Precisamente porque es una escritura liminar, que abandona el mundo niño y empieza a enfrentar el mundo adulto. Visitan a la adolescente de mirada maravillada las heridas de la vida noinfantil. En esa grieta se posan “extrañas sensaciones, doloridas, cansadas, como si mucho tiempo se hubieran estado fermentando en mi alma y ahora hicieran enormes burbujas de angustia… Me duelen como algo que se arrancara de mí misma” (3: 443).24 El deseo emerge a manera de pesadilla (precisamente, en “Pesadilla”), con imágenes de erotismo evidente:
En un recodo se juntan las luces de dos hileras y se deslizan en la misteriosa garganta que yo quería morder y acariciar. Iba lleno de embriaguez, de amor y ansia de contactos suaves y punzantes…
¡Qué placer! Grises, rojas, negras, violetas, amarillas, verdes.
De pronto los colores se embarullan en mis ojos. Todos brillan… Ah, ¡cuántos! El coche se llena de caminos que mi fiebre sopla desesperadamente.
Ya no puedo moverme… Los colores son un montón de sierpes con que se encadena el delirio…
¡Qué alivio regresar del infierno del delirio al sedante infierno de la razón! ¿En cuál estoy? Nunca lo sé. (3: 450)
Este libro de adolescente abre ya la grieta que el deseo instaura en las imágenes (“nuestro cuerpo sigue su vida falsa en la noche falsa”, [3: 453]), sin dejar atrás, todavía, la escritura que obedece a los ojos niños –que no pueden ya dejar de convertirse en “ojos fijos, vacíos, relucientes, como cargados de lágrimas” (3: 452).
Los sueños, las pesadillas se convierten en contextos importantes de expresión de éstas y otras angustias. En “Yolanda”, encontramos otra “sensación de un sueño”: “Yo me había pegado un tiro”. El balazo no sólo fragmenta el yo en varios yoes, sino que hace que las envolturas del yo (el yo se concibe pues como un especie de núcleo con varias capas que lo cubren) se desplacen, haciendo que las más profundas (las más cercanas al yo indivisible y único –al núcleo identitario, lo más profundo y sólido de la identidad) se desprendan, quedando al final sólo la envoltura superficial. La escritura adolescente visita la angustia existencial, identitaria: despojada de sus envolturas internas, de su centro unitario: “Ahora tengo el martirio de conducirme vacía” (4: 457).
La muerte, pensada en “Eco de soledad” (excluido de la edición definitiva de Naufragio) como “una suerte de liberación”, se presenta, en “Cuando muera”, no sólo como bella en sí misma, sino como paso hacia la Belleza. Inversamente a lo que ocurriera con el sueño y la pesadilla, donde se despliegan el erotismo y las heridas profundas del yo, la muerte más bien libera al cuerpo del erotismo (“Ya no en mis brazos la abrasante inquietud de las caricias… No me besarás: me darás por lámpara una lágrima… te esperaré en la capilla ardiente de las constelaciones e iremos a mirar a Dios”, [3: 459]), y promete un abrazo pío, casto. Creo que una de las dualidades de esta primera escritura, entonces, afinca aquí: la luminosidad de imágenes inocentes, fantásticas, celebratorias, infantiles, entrañables, por un lado; la amenaza del sueño que libera monstruos, por el otro (ubicándose entre ambas toda una gama de grises sugerentes). Como posible resolución a esta amenaza emerge la muerte (o el cuerpo inerme: ya no dado al asedio del deseo): será el lugar seguro en que la experiencia haya superado la angustia del cuerpo, del yo.25 Por otro lado, otra dualidad puede detectarse entre la mirada embelesada y sedienta de belleza, maravillada ante la potencial belleza de las cosas más simples y el desplazamiento de ésta hacia otra experiencia vital-estética: la de la belleza dolorosa. “¡Qué dolorosa es la belleza! Sobre todo la belleza que está inmóvil” (3: 468). La otra cara del maravillamiento es la comprobación de la experiencia estética como sensibilidad extrema, angustiante frente al mundo.
“Derrumbe,” el texto final, es importante en esta perspectiva, pues habla, efectivamente, del cierre de ciertas experiencias, de ciertos periodos –el del colegio, por ejemplo: “Fue mi primer naufragio”– y del abrirse de otras cosas, de otros momentos. Lo liminar: estar ubicada en un umbral, allí donde ya mucho se ha ido y otras cosas empiezan. En este caso, allí, en esa crisis, enraíza la realidad horrible de la guerra.26 El naufragio –desgracia, desastre– mayor: las palabras no parecen alcanzar a expresar los sentimientos crudos de odio y de amor, de desesperanza: ya se está del otro lado del umbral, ya se ha dado el paso hacia la crueldad del mundo adulto y en el peor de los contextos posibles: en el desquicio de la violencia masiva, delirante, en la que los hombres manifiestan lo más bajo de su contextura humana. Naufragio con este texto cierra el círculo: empieza con un texto simple, dulce, que invita entrañable a la experiencia que abre; termina con un texto duro, extremo, donde obviamente lo niño, lo infantil no tienen cabida. Por ello, las últimas frases del libro son:
Estamos envejecidos a los veinte años.
Este es el último naufragio. (3: 473)27
La importancia de Escrito, publicado en 1994, un lustro antes de la muerte de la autora, es que reúne una selección de lo más representativo de su obra en prosa y poesía escrita en muy diferentes épocas. Aparecen fragmentos de Bajo el oscuro sol y cuentos que fueron escritos o publicados entre la década del 40 y del 90.
Los cuentos “Buenas noches, Ágata”, ‘Milinco’, “Una escuela original” y “Primer amor” fueron publicados en La Razón entre 1943 a 1946; “La grávida” fue escrito en 1945 y publicado en 1958. Se trata de escritos que corresponden a una época de intensa y productiva exploración en el cuento más bien extenso y de diversa temática. Es esencial subrayar el impacto que tuvo la prolífica colaboración de Yolanda Bedregal a La Razón en los años 40: su profusa producción narrativa y la gama de exploraciones temáticas es notable; se trata de una verdadera “explosión” creativa en Bedregal.
“Buenas noches, Ágata” es casi una enigmática síntesis de líneas temáticas vinculadas a las relaciones entre hombres y mujeres, y la anonimia y los destinos marginales. Es interesante cómo este cuento difumina la procedencia social de los personajes –obviamente de extrema marginalidad– y destaca más bien la experiencia existencial. Se trata de dos soledades que se encuentran por un brevísimo momento en algún lugar: la única seña con la que entra un perfecto desconocido al “pequeño cuarto” de la mujer sola es el nombre “Ágata,” que es el que ella le hubiera puesto a su bebé de haber éste nacido, y nacido niña. Se da un encuentro leve, sin más palabras que las del título del cuento; un intercambio simple, sin contexto ni referentes; luego, la separación:
Al dejar él la habitación, una ráfaga inclinó la lengua de la vela. No ha pasado nada. Un hombre entró en mi cuarto. Fumó un cigarrillo, leyó una carta y se marchó sin pedir nada. Me ha dado lo que ignora. Algo inefable ha quedado alrededor de su ausencia.
Esta visita inusitada ha sido una bendición. Ahora sé que puede haber alguien en el mundo que llegue sin llamar, que esté sin haberse ido y que al partir me diga: –Buenas noches, Ágata… (3: 479)
Este cuento, además, introduce el tema del niño no nacido –en este caso no se sabe cuáles las circunstancias–, que será, evidentemente, tópico recurrente: vuelve con toda su fuerza en Bajo el oscuro sol. Si la maternidad fue para Yolanda Bedregal elemento identitario esencial –si seguimos con cuidado los escritos más autobiográficos–, el escenario contrario, la maternidad cercenada, será tema de intensas, angustiosas exploraciones. “La grávida” repite el ámbito de lo marginal (retrata una vida de días “ásperos, trabajosos, dolientes”), la soledad (la referencia al momento de concepción es vaga: obviamente no hay una pareja), pero esta vez, a pesar de un clima de incertidumbre, pesar, duda acerca de esto que ha sobrevenido sin desearlo, hay un final que celebra la pronta llegada del niño: “Soñó que mariposas negras volaban en su torno. La despertó un aletear de palomas blancas. //Eran tres leves golpes que daban los pies del niño en el maduro huevo de su vientre…” (3: 526).
“Adolescencia”, una breve narración en torno al advenir de los primeros sentimientos amorosos y eróticos, un poco a la manera de los escritos sueltos de los años 30, aunque es probablemente un poco posterior (“Sujeta entre sus brazos sentí en mí despertarse algo dulce y salvaje. Temblábamos unidos como dos raíces en la primera tempestad”, [3: 519]), retorna sobre las relaciones de pareja. “Primer amor” lo hace también, pero esta vez adoptando la experiencia del hombre y explorando el contexto campesino. Roberto vuelve al pueblo, Charcoma, después de tres años, después de su fracasada historia con Pastora. De niño muy pobre había llegado al “pueblo chico” y había sido cobijado por chicheras, panaderos, picanteras. Así había crecido, hasta que llegó el amor de Pastora, ya embarazada de otro cuando inicia su relación con él.28 Bedregal da vuelta la óptica: esta vez, la embarazada decepciona profundamente al jovenzuelo enamorado, convirtiendo lo que había sido un tierno proceso de espera en una experiencia de alumbramiento insostenible para él, recién enterado del engaño: al oírla gritar en el parto, siente “un sordo asco impreciso”. Abandona el pueblo antes del nacimiento. Vuelve en breve visita después de tres años, antes de dejar el país. Se entera de labios de la chismosa chichera Juanacha de todo lo ocurrido luego de su partida: el niño dado a doña Candelaria, Pastora dedicada a la “vida alegre”, ahora ‘conchabada’ con “el mecánico que la maneja a golpes”. Le cuenta Juanacha del niño y él comienza a dudar de su propia duda – ¿y si fuera nomás hijo suyo? Se va luego, después de haber mirado secretamente al niño, que había nacido cojo, en la iglesia.
“Milinco” nos enfrenta a un especial momento de lo infantil (un mundo que, ya hemos visto, ocupó centralmente a Bedregal), pues se centra en el pasaje hacia la adultez. Se trata de un niño que ya va dejando de serlo, “ejemplar en la escuela”, alumno favorito del maestro, que, un día, decide no asistir a clases y, más bien, irse por ahí, a pasear, invitado por la linda mañana de invierno y un cielo muy azul. En el azar de su caminar encuentra un circo. Allí es testigo de una sesión de ensayo de la niña trapecista, quien, al menor error es castigada a latigazos por el entrenador, lo mismo que la equilibrista en el ensayo del número con caballo:
Mirando la cara de dolor de los cirquistas, Milinco, por primera vez, se dio cuenta de que ese espectáculo que ya había visto algunas veces no sólo era risas, alegrías, sino también quejidos y chicotazos. Tampoco había pensado que aquel hombre que, sin hacer un gesto de dolor, levantaba esa pesada palanqueta de hierro, sudaba y se retorcía en los ensayos; ni que esa niña que extendía las alas, mostrando lindos dientes en las funciones con reflectores, podía estar en los ensayos de la mañana hecha un harapo, temerosa del látigo mientras el gramófono le perforaba los oídos. (3: 507)
Impresionado por el dolor que puede haber detrás de las cosas lindas y alegres, el chiquillo vive una extraña encrucijada en su destino: 29 irse y continuar con su vida o acercarse al empresario y quedarse: “¿Quién hace lo que decide hacer? ¿No obraremos, más bien, sujetos a lo que está más allá de la voluntad y del deseo?" (3: 507). Al decir “soy huérfano” al empresario que lo entrevista, el niño se desvincula en su corazón de su única familia –un padre indiferente– y se prepara a partir: “Sobre esas dos palabras que mintió, inventó su verdad y la construyó en toda la noche; recordó cada paso de su vivir descolorido, rompió los débiles lazos que tenía con la gente y, en este su primer insomnio, se hizo dueño de un destino vagabundo” (3: 508). Se hace cargo de las bestias del circo y viaja, encontrando en ello una respuesta a su talante soñador, a su ansia de libertad: “Eran ausencia y presencia, canción y eco que, sin saberlo, anhelaba en su infancia. Partir y llegar, tener y perder, comenzar y concluir. Día y noche, continuos de vivir melancólico, pero libre” (3: 508).
Lo infantil es también central en “Una escuela original”, en la que la narradora recuerda –como en “Retorno” y como en tantos otros escritos– una feliz época de su niñez, en este caso cuando jugaba a ser maestra de escuela. De no poca importancia resulta la primera frase del cuento: “Erré mi vocación. Pude ser una excelente maestra”. También es un cuento de niños “El cántaro del angelito”, escrito varias décadas después, en los años 70. Se trata de una hermosa fantasía infantil en que la narradora cuenta de cuando era niña –otra vez– y tenía, además de su Ángel de la Guarda, uno más pequeño que ella llama Querubín.
De los años 70 también es “El Reducto”, que vuelve sobre el tema de la complicada relación entre los hombres y las mujeres. Interesantemente, al presentar la situación inicial de la trama, la narradora dice, cerrando el tercer párrafo: "(relato esta historia transmitida por boca fidedigna de una de las viejas criadas)”. Se trata de una historia familiar de principios del siglo XX, en la que se revelan –de labios de personajes recurrentes en la narrativa de Bedregal: las criadas– secretos que callan las familias hacendadas de abolengo. A esta literatura le interesa, lo hemos visto, entrar en la extrañeza y misterio de estos secretos callados, dejados bajo llave, encerrados en maletines. La narradora, heredera de viejas historias de alcurnia, pobladas de “varones nobles y tarambanas varones, de mujeres santas o enamoradas hasta el pecado”, retorna al pasado de la propia familia para recuperar una historia de amor y muerte.30 La historia se teje a través de la relación entre la niña (de casi once años), Ana María, y su aya aymara, Polonia, “nodriza fiel y cariñosa que le hacía las veces de madre”. Aquélla, “habida en oscuras circunstancias”, existe en el seno de la familia Sanjurjo como “vergüenza familiar”, en situación “no bien definida, recibiendo techo y comida, ropa y cuidado sin saber si tenía o no derecho a ellos”. La familia se deshace de ella enviándola a una de las propiedades en el Altiplano, la hacienda Quenaya, condenándola a una especie de “nebulosa muerte”. Allí, la niña, ávida de conocer su origen, su identidad, atormenta a la aya hasta recibir respuesta. Allí mismo, en Quenaya, se refugió el amor prohibido del caballero Marcos (Sanjurjo, se entiende) y la señora Sara, que llevaba en el vientre a la niña. La madre muere al dar a luz 31 y poco después el padre muere, aparentemente de mano propia: “Vinieron los parientes, hicieron averiguaciones, todo en secreto. Después trajeron un médico y un abogado. Fueron días horribles, trajines, preguntas, misterio. Después nada quedó en claro”. Luego de la revelación, la niña se pierde; cabalga sola, “guiada por una fuerza oscura”, hacia El Colpar, “parcela colindante, casi abandonada”: “De lo que fuera casa de hacienda quedaba apenas un estrecho girón descascarado, sofocado entre enredaderas que cubrían el techo. El tiempo incontrolado hundía las tejas a su antojo”. Se trata de El Reducto, 32 hogar donde vivieron sus padres hasta su nacimiento y muerte de su madre. Todo ha quedado intacto, tal cual lo dejara la muerta y el desdichado viudo, que se trasladó a la ciudad sólo para morir él también. En un final perturbador –aunque, hay que decirlo, demasiado abrupto–, nítidamente gótico, la niña entra y parece romper el detenimiento, la parálisis del tiempo en que está sumida la casa; al abrir el arcón con la ropa de su madre y tocarla, siente una capa tibia, como recién utilizada, en el espaldar de la silla y ve “gotas de sangre, espesas, grandes [que] brotaban de las rajaduras… ¿Lloran las paredes?” La casa, como el maletín con el diario de Verónica Loreto, revela el secreto a la niña, cuyo cuerpo –en un brochazo maestro de la autora– “sangr[a] también… por primera vez”.33
“Clara” y “Peregrina” son dos narraciones que no tienen fecha en el original. Parecen cercanas en el tiempo a Bajo el oscuro sol y “El Reducto” porque se alejan de la dominante narrativa inicial –más bien realista o de corte reflexivo-poético– e incorporan, como éstas, el elemento fantástico. La exploración narrativa arriesga el rasgo gótico, como se ha explicado antes, y, además, se abre al policial. En el caso de “Clara” y “Peregrina”, si bien hay un cierto estremecimiento gótico en la lectura por haber una dimensión fantasmal en los respectivos personajes (Clara y Marion), se trata más bien de un fantástico que trabaja la noción de dimensiones paralelas: es como si de pronto la realidad se bifurcara y los mencionados personajes femeninos resbalaran hacia una dimensión paralela de la realidad. En el caso de Marion, está en ello comprometida la muerte, haciendo más asible la cuestión de la dimensión paralela: “Morí el 8 de junio” como primera frase introduce inmediatamente la idea de una ausente que narra, es decir, que está, sin embargo, presente. El caso de Clara es más complicado, pues se trata simplemente de un pasar a otra dimensión, pero sin comprometer a la muerte, de un desaparecer para los que se quedan “aquí” pero sin fallecer.
También de los años 40, aunque no recogidos en libro, sino esparcidos en periódicos y entre los papeles inéditos de la autora, está otro grupo de narraciones que incluye cuentos, homenajes a personalidades históricas o del medio cultural boliviano, a regiones del país (“Notas yungueñas”, “Visiones yungueñas”) y escritos en torno a la Navidad (“Recuerdos de Navidad”, “Motivos de Navidad”), una fiesta religiosa y familiar que conmovía muy especialmente a la autora, y que se expresa en varios escritos a lo largo de su vida. Aparte de que en los años 40 se publican algunas de las piezas cortas que luego aparecen en la edición definitiva de Naufragio, como vimos antes, se hace evidente que se inicia una exploración que tiende al cuento más largo, más ambicioso literariamente, en el contexto de una consistente colaboración con La Razón. De esta época son los inéditos “La huella” y “Problemas psicológicos”, y los publicados en el mencionado matutino: “Última estación”, “Un hombre ha dislocado su camino”, “Las manos”, “La niña que decía adiós”, “El remedio”, “Confidencia”, “Retorno”, “En la huerta”, “Retorno II” y “Una extraña pasión”.
Algunos de estos textos son exploraciones narrativas, generalmente desde la perspectiva femenina, de la relación amorosa; de los detalles que hacen a una relación; de la lógica del amor en el contexto de parejas que se quieren a pesar, en algunos casos, de las diferencias de clase34 o de mundos, y, luego, por uno u otro motivo, se separan. En “La huella”, dos amigos (Carlos y Juan) conversan después de mucho tiempo; uno de ellos, Juan, recuerda un viejo amor que con la distancia se fue desvaneciendo hasta desaparecer. Carlos, al día siguiente, coincidentemente encuentra a ese antiguo amor de Juan, Nela. Y ella le cuenta su propia versión de la historia de amor que terminó con el silencio y abandono de Juan. Contrasta la forma casi gradual y fluida con que Juan va olvidando a Nela hasta dejar de comunicarse con ella, con la experiencia de Nela, quien mantiene su fe en el hombre que ama mientras su familia lo tilda de “pícaro de siete suelas”. Ella narra el dolor intenso que sobreviene ante el olvido de Juan y la confirmación de que no volvería; el lento proceso de recuperación. Carlos, sorprendido de tal recuperación, pregunta a Nela: “Usted me decía que no había amado antes y que consideraba todos sus antiguos amoríos como juego de niños ¿se acuerda?”, y recibe la siguiente respuesta:
—Verdad, amé como sólo he vuelto a amar con esa feroz experiencia.
Lo amé por sobre el orgullo, por sobre mis anhelos y sobre todo. Habría dado todo por él, recuerdo cuánto le quise. Me alegro de haber sido capaz de tal cariño; me ha ennoblecido puesto que, al fin, he visto que todo era obra mía. No había tal amor. Me lo inventé dentro de mí. Lo amé a través de mí. Me amé a mí misma como si fuera él quien me amara. Fue completo, maravillosamente pleno, en mí, y sólo en mí. (3: 533-534)
Lo que abre en el relato una noción del amor cercana a teorizaciones psicoanalíticas del mismo: superar el amor es entrar en conciencia de que no es más que una invención, un proceso imaginativo, narcisista. Más allá de esto, Nela termina explicando a Carlos, sin saber si él podrá entender “como hombre”: a pesar de haber dejado atrás el dolor por el abandono, Nela perdió con ese dolor la belleza. "Al amarlo, me sentí buena, feliz, hermosa. Todo he vuelto a ser, pero menos lo último. Ya no podré ser nunca hermosa” (3: 534). Hay un elemento en la experiencia femenina del amor, diferente a la experiencia y al propio entendimiento masculino del mismo: se paga un precio alto, algo precioso se pierde para siempre.
Si el Juan de “La huella”, que es pintor, viviendo en otra ciudad y antes de romper con Nela, se imagina pintándola de muy diversas maneras y siente, 32finalmente, que “la misma idea de los cuadros [lo] apartaba[n] nuevamente de ella” hasta concluir que, habiendo tantas mujeres, por qué habría de pintar sólo una; la narradora de “Problemas psicológicos”, también pintora, luego de haber sufrido el abandono de un amor al que siempre quiso retratar, lo reencuentra después de mucho tiempo, habiendo ya rehecho su vida, y logra por fin que él pose para ella. Surge un problema: la imagen siempre sale distorsionada y la narradora no puede entender por qué. Trata de explicarse ésto en una serie de elucubraciones que finalmente no la llevan a nada; entre ellas está la de que algo desconocido emerge detrás de ese rostro aparentemente tan conocido. Se pregunta: “¿Podría ser que la transformación no fue en él, sino en mí?”, es decir, como Nela, esta mujer antes enamorada ha superado el rompimiento, pero ha quedado un rastro, un resto: la imposibilidad de retratar el rostro antes amado, sino a través de la distorsión. Para resolver este “problema psicológico” que percibe en ella misma, decide pintar el rostro de una niña india sobre el del ex enamorado irretratable. El dolor de las separaciones, así esté superado, tiende a dejar algo atrás, una marca.
Las historias de amor continúan en “Confidencia”, que está estructurado como un cuento dentro del cuento. En el contexto de un internado de señoritas de una universidad en Nueva York, la narradora recibe en su habitación a una latinoamericana (Mildred) de clase acomodada que le hace una confidencia, médula de la narración. Ante la pregunta de Mildred sobre si la narradora había amado y sido feliz, ésta le contesta: “Muy desgraciada y muy feliz. Maduré con sus misteriosas, claras y sencillas alegrías y me marchité con lo doliente que hay en las separaciones que no tuvieron siquiera adiós” –para luego quedarse pensando en que no cambiaría todo lo sufrido por ninguna experiencia feliz. Mildred narra la historia de un amor prohibido –a los diecisiete años– por un violinista pobre, socialista, de su matrimonio simbólico a escondidas de la familia (un matrimonio íntimo, personal, no vinculado a la bendición institucional), de su “vida de solteros casados”: ella vive en su casa, pero vive momentos de esposa con el amado en la habitación de él. Finalmente, él parte de viaje y en uno de sus retornos ella decide fugarse con él, luego de haber verificado una vez más que la familia no aprobaba la unión. Llegados a destino, viven una vida pobre en un hotel que les daba alojamiento a cambio de trabajo. El violinista enferma y muere; Mildred nunca vuelve a la casa paterna.
Pero no son sólo historias de adultos las que tratan el asunto del amor. En “La niña que decía adiós”, Yolanda Bedregal traslada la temática a la inocencia de los niños, descritos dentro un contexto infantil de plena felicidad. En este caso, la niña amada muere y es el niño quien queda profundamente marcado. Este dolor de niño deja, también, una huella: muchos años después, es convocado por la madre de la niña y todos los recuerdos felices y dolorosos vuelven, al punto de no atreverse él a enfrentar a esta madre aún doliente.
Cuando finalmente lo hace, confirma, siendo joven aún, que “el cuerpo [le] resulta demasiado pequeño para la más pequeña pena de amor” (3: 570). Interesa mucho ver hasta dónde iba Yolanda Bedregal en sus exploraciones sobre el amor y las relaciones amorosas. Por ejemplo, contrasta sorprendentemente la melancolía e inocencia de “La niña que decía adiós” con la insolencia y efervescencia de “Una extraña pasión”, que narra el abrumador sentimiento que le nace a una escolar internada en un colegio de monjas por la Madre Ángela, su supervisora y maestra. No deja de haber una cierta ambigüedad en torno a si se trata de una pasión, digamos, admirativa por una profesora o si hay, por decirlo con todas sus letras, un enamoramiento lésbico. Pero no se puede eludir que, si bien nada llega a concretarse pues las circunstancias dadas en el cuento no son las propicias, la naturaleza de la relación, su violencia, aluden a algo más que una simple admiración o amistad fervorosa. Interesa también en este cuento la construcción del personaje narrador, la niña: se trata, otra vez, de una niña de clase privilegiada (hija de hacendados), pero que ha crecido con cinco hermanos hombres y, por lo tanto, tiene todas las ideas y actitudes de los hombres, sobre todo beligerancia y desprecio por las niñas (una “marimacho”). Rebelde, caprichosa y dada a actitudes torpes y traviesas, la niña irrumpe en el colegio como un ciclón, sólo para canalizar toda esa energía en un sentimiento abrumador por su profesora: Cuando la miraba, sentía como si detrás de mis ojos azules asomara una ola turbia, como de barro, igual a esas olas de avenida que en tiempo de lluvias llegaban bramando a la finca y destrozaban las huertas y los sembradíos. Sí, era algo muy parecido. Podían reventarse mis ojos de tanto contener esa avenida que se repetía a cada momento. Ella posiblemente lo notaba también. Y me cobró odio. Me castigaba todos los días arrodillada en el patio. Pero después venía llorando y me besaba. Me convertí en su demonio. (3: 619)
La relación se torna en una especie de duelo que habla de un intento de sublimar el deseo (el que, según la narración de la niña, también es parte de la experiencia de la monja). Es tan fuerte lo que siente la narradora que, al ser trasladada la monja pues la pulseta entre ambas se hace insostenible para el ámbito escolar, aquélla siente una “diabólica alegría”: “Por fin iba yo a descansar de esa extraña pasión que era una mezcla tan apretada de amor y de odio” (3: 619). Otra vez, semejante sentimiento, ya pasados los años, deja su huella: siempre que recuerda la narradora ese episodio de su vida, llora “sin saber por qué”. Es de gran importancia subrayar el riesgo al que se atreve esta narración –como en la misma década lo hiciera la novela inédita y décadas después Bajo el oscuro sol–, el lenguaje límite al que acude para describir un deseo que trata de hallar su nombre, que trata de expresarse sin poder encontrar la forma sino a través de la violencia, del avasallamiento. En este sentido, es muy eficaz el uso de la mirada y la voz niñas, que con gran candor cuentan el advenir de una pasión profundamente transgresora.
Otro grupo de textos correspondientes a esta década tiene que ver, más bien, con la exploración de existencias y destinos marginales, anónimos. En este caso, la escritura trata de expresar la experiencia de los seres olvidados y de los lugares que se atraviesan automáticamente, sin casi registrar su existencia, como las estaciones o puertos en el caso de “Última estación”. El artista es el llamado a percibir por entre la anonimia y el olvido a los seres y a los lugares por los que éstos pululan: “¡Si no fueran los artistas que son los únicos que al viajar acarician cada una de las huellas que se quedan, no existirían las estaciones ni los puertos! De puro tristes se morirían para siempre” (3: 550). En estos lugares de todos y de nadie, en los que nadie se detiene, los que nadie realmente percibe, existen personajes como Braulio, guardia de estación, que en medio de la anonimia pueden llegar a concretar, bajo la mirada del artista, destinos de extraña y trágica grandeza:
Un día, sin razón ninguna, como obedeciendo a un destino que hubiera estado madurando en él, después de dar con su bandera verde la señal de paso, se quedó en la vía, sobre los mismos rieles. El pitazo del tren estaba cada vez más cerca y envolvía su corazón como el cordel de un trompo. Cuando llegara al final, se pondría a bailar largamente con alegre zumbido en las distancias a donde todo se iba y de donde todo venía. Esperaba alucinado que le diera vuelta el último pedazo del pitear cálido y nostálgico y lo librara en el espacio.
La máquina estaba a cincuenta, treinta, veinte, a diez metros. Una fracción de segundo y Braulio estaría estrujado entre las ruedas inevitablemente. Entonces, como si todo ese montón de acero tuviera conciencia, tembló asustado de comienzo a fin y se detuvo súbito, mudo. A un paso del cuerpo de Braulio. Estaba salvado. El maquinista enfurecido le ordenó quitarse de la vía y lo llenó de improperios. Dos empleados lo arrancaron y lo llevaron hasta un banco en la estación. Estaba pálido, pero ileso. Lo dejaron allí; no había ocurrido nada. Cuando en la noche pasó el siguiente tren, Braulio estaba todavía sentado en el banco, caída a sus pies la banderita verde, los ojos muy abiertos llenos de pavorosa inmensidad. (3: 552)
Si en este cuento se trata de un hombre prácticamente invisible que, sin embargo, realiza un acto de temeridad, de desafío, que lo coloca por un instante en el lugar de los locos y de los héroes, “Retorno II” construye, con una óptica compasiva, al personaje femenino de doña Antonia, proveniente, más bien, de un mundo privilegiado y opulento que, sin embargo, se ha esfumado en el abandono y el olvido del hogar de ancianos. La única que se acuerda de ella es la chola Manucha, una de las criadas de su antigua casa. La mujer no hace sino recordar con amargura los días de fasto y la usurpación de todo ello por “las malafés de las Camargo y el bandido de su abogado”. Su mente vive fija en aquellos tiempos y no abandona sus maneras aristocratizantes; le reclama a su visita cuando ésta trata de tranquilizarla:
—Claro, ¡a ti no te importa! ¡Qué sabes cómo vivo aquí! A veces tengo hambre. ¡Soledad! Me antojo fruta. Si estoy enferma, viene la Inspectora, y ni caso me hace. –Vieja fastidiosa–, debe pensar, poniéndome el termómetro, como si ese instrumento odioso en algo quitara mis dolores. Otras veces vienen las señoras de la Comisión, llenas de pieles y perfumes, y me huele a hediondo su bienestar entre la suciedad del cuarto, ¡ay!, ¡ay!… ¿Qué te crees, imilla, que soy de piedra? ¿Acaso, por ser pobre, no siento la caridad humillante de la gente? (3: 602)
Dado que al día siguiente es Navidad, le pide a Manucha que recupere de las Camargo el Nacimiento que le había regalado su abuelo a los siete años. La chola, al acabar la visita, murmura: “–Loca debe estar esta vieja para creer que yo sea tan zonza. ‘De dónde nomás’ me metiera en asuntos ajenos. Tengo bastante con lo que me pega el Andrés”. El cuento termina con la muerte de la anciana, no sin antes narrar una especie de sueño o alucinación en la que recibe de Manucha el Nacimiento y va volviendo de a poco a la niñez, a sus siete años, a la escena de felicidad de la celebración de Navidad en la casa familiar: “Doña Antonia no despertó. Se había marchado de la mano de sus siete años por las callecitas venturosas del retablo” (3: 606).35
A estos seres invisibles, olvidados, se agrega, en “El Remedio”, un niño “anormal”. La narración apuesta por una mirada sobre un niño mentalmente minusválido (“Tenía algo de animal en ese cuerpo que, al mirarlo, parecía hasta bello”, dice la voz narrativa, hallando belleza en lo que a todos repugna) cuya madre debe proteger constantemente de la crueldad de los otros niños. Enterados de una posible cura, los padres someten al niño al tratamiento y éste recupera poco a poco la “normalidad”. Pero ésta es demasiado dolorosa, es intolerable y, finalmente, lo lleva a la muerte:
¡Que horror! Antes sufríamos nosotros cuando él vivía prisionero en su cuerpo débil. Ahora que de golpe se ha hecho hombre, sin haber sido nunca niño, sufre él terriblemente. Parece que su inteligencia se iba acumulando para vaciarse en esta horrible catástrofe… Ni siquiera el día que le dimos el espejo y por primera vez le hablamos fue tan atroz como estos últimos… ¡Ha muerto nuestro hijo! Loco de pensamiento. Gritaba en su cama: –Que me traigan del patio y me cuelen con el pedazo que me falta. Tengo que irme y estoy roto. Necesito el otro pedazo que me falta. Tengo que ir a buscarlo… Y en medio de gritos pidiendo el pedazo que le falta, se fue cuando encontró la luz. (3: 585)
Al “sanarlo”, algo le han quitado, algo que le falta central, vitalmente. Algo sin lo cual no puede vivir. La “enfermedad” era su plenitud; la “cura” significa arrancarlo de ello, dejarlo incompleto.
“Retorno” se desprende de los temas antes descritos y retoma una hebra central del tejido narrativo de Bedregal a lo largo de su obra: el recuerdo de la plenitud infantil. La infancia –la propia, la de los hijos, la infancia en general– es un mundo que concede inconmensurables materiales a la escritura literaria. En este caso, puede hablarse de un cuento de ficción autobiográfica en el que la narradora vuelve, retorna a sus seis años, época en que estaba por nacer su hermana (como doña Antonia había vuelto en “Retorno” a sus siete años). Interesantemente, el recuerdo de aquellos años no va a excluir lo tenebroso y fantasmagórico (“aquellos días tenebrosos y claros de la infancia”); se trata de una plenitud poblada de luminosidad y también de estremecimientos oscuros: “¿Por qué lo que sucedía entonces era tan grande y tan pesado? ¿Es la infancia un mundo tenebroso en el que cada rayo de luz hace una herida? ¿O es que el cuerpo, débil todavía, quiere romperse a cada choque nuevo?” (3: 591). Yolanda Bedregal publicó sólo la primera parte de la narración, dejando unos párrafos en borrador, inéditos. Éstos incluyen al relato a Alejo, el niño huérfano que pasaba temporadas en la casa de la protagonista. La familia se deshace del niño inmediatamente cuando éste entabla una relación de amistad con ella. Parte de la feliz memoria infantil es la muy temprana marca de las diferencias sociales.
Se tiene, asimismo, algunos escritos dispersos de los años 60 y 70, algunos de entre ellos inéditos. “Carta de Navidad” está vinculado a los escritos ya mencionados en torno a la Navidad, como “Recuerdos de Navidad” y “Motivos de Navidad” de los años 40 (también presente como momento entrañable en “Retorno II”), así como “A Tarija” a aquellos escritos concebidos como homenajes a regiones y ciudades. Es notable el texto “Padre, mi padre”, inédito del 17 de junio de 1965, escrito in memoriam, 21 años después de la muerte del padre (“tres veces siete estás dormido. Tres veces siete estoy velándote esa sombra tuya”). Este escrito resume bien la idea de una continuidad de vida y muerte en el seno del amor –o del amor a lo largo de los ciclos de la vida y la muerte–: de la sombra del padre han nacido “hija, libros, hijo, cantos, árboles, pasto;” tras esa sombra ha partido otra, la de la madre: “Ya están unidas como los labios en el beso”. Así, juntas las dos, ven a sus hijos ‘camino hacia ellos’: “–Sonreís, ya pura alma, al ver a vuestros hijos camino a vosotros. Sonreís, ya pura alma, al ver a nuestros hijos empezar el camino. –Encendéis lámparas en moradas oscuras que nos quedan y apagáis cirios de luto en nuestros ojos” (3: 641-642). La presencia de los queridos muertos permanece, está; velando por los vivos en camino a ellos en la muerte. Y así sucesivamente, en el amor. “No sabemos nunca lo que en el alma de un niño…” y “Una historia ejemplar para los niños”, de esta época, tienen que ver con esa veta que la escritura de Yolanda Bedregal nunca abandonó: el mundo de los niños. El primer relato mencionado vuelve, como lo hacen tantos otros, a memorias de la niñez en aquella casa de aventura y misterio. La segunda se aleja más bien a la India para recoger la historia del hombre santo indio Narendranath, discípulo de Krishnamurti, estableciendo continuamente la compatibilidad entre las religiones asiáticas y las occidentales, en un evidente afán por proyectar una espiritualidad mundial en diálogo.
ALGUNOS OTROS ESCRITOS
Como los dos anteriores cuentos comentados –y también como “Rosa de Chuquisaca”, “En la huerta” y “Las manos”, de los años 40–, los que integran Casi para chicos son cuentos infantiles. Yolanda Bedregal dejó una nota reuniendo y dando un orden a un conjunto disperso de cuentos inéditos y ya publicados, escribiendo a un lado: “Casi para chicos”.36 Se trata de una colección de textos en general muy cortos que van del formato de la fábula, entendida como cuentos en que intervienen animales y cosas como personajes y en los que se pretende una enseñanza moral (“La araña”, “Ambiente de gallinero”, “La mejor solución”), o en los que hay más bien una celebración o un homenaje en tono juguetón (“Las campanas”, “Los gorriones”, “La tinta”); a las historias que, aunque teniendo como personajes a personas, también desembocan en alguna enseñanza (“Mírame-y-no-me-toques”), y a los cuentos de hadas o fantasías (“El cuento de las fases de la luna”, “Cuatro amigos”, “Los dos hombres”).
Existen también escritos muy tempranos, aquellos primeros intentos adolescentes de los años 30. Tienen parentesco con los textos integrados en el manuscrito de Naufragio entregado a Juan Francisco Bedregal en 1936, pero claramente son borradores dejados a un lado con la nota al margen: “No”. Se trata, más que de narraciones, de prosas reflexivas en torno a los primeros enamoramientos, las primeras angustias en torno a la existencia, el impacto de las primeras lecturas. Entre ellas se encuentra una pieza titulada “Ciudad-mujer”, en cuyo margen va anotado: “Estilo Naufragio”. Se trata de una imagen de la ciudad de La Paz como mujer, “antojadiza”, “caprichosa,” “coqueta”. Se la puede concebir como parte de la órbita de Naufragio, por algún motivo no incluida en el libro.
Por otro lado, están los muy diversos textos sin fecha, entre los que destacan “Crónica de un viaje”, “¿Cuándo se inventó el sueño?”, “Las medias de seda”, “Regresos”, “Ruidos de la noche”. Las dos primeras son reflexiones narrativo-poéticas sobre la imaginación/memoria y las posibilidades de viaje dentro de ella, y sobre el sueño, el extraño mundo que abre y su parecido con la muerte. Se trata de dos piezas narrativas que, colindando con ese género que tan sustantivamente marca la obra de Bedregal, la poesía, despliegan reflexiones acerca del potencial del estado onírico y del imaginativo-rememorativo.
La tercera es una pieza, a la manera de Naufragio, en la que se habla de la central importancia de las medias de seda o nylon en las vida de las mujeres citadinas. Es interesante la nota que agrega la autora al original nunca publicado de este texto: “Zoncera”, “No vale nada” y “Esto ya no es así, han cambiado las cosas y las mujeres”. Censura la propia autora la juguetona, fatua manera de reflexionar narrativamente sobre las medias. Bedregal se llama al orden, se alerta impacientemente a sí misma acerca de los cambios en torno a la conducta de las mujeres, así como a la percepción que de ellas se tiene. Y deja este trozo de fatuidad fuera de la mirada pública.
“Regresos” es, otra vez, un retorno entrañable a los días de la infancia, esta vez al cotidiano trajín escolar. Hay una nostalgia de esos días en que la mirada era más fresca y la experiencia vital inmediata, plena. Se trata, hay que decirlo una vez más, de uno de los tópicos centrales de la obra de Bedregal.
“Ruidos de la noche” es un texto duro, muy en otra tónica que los anteriores. La narradora es una mujer quien, haciendo dormir a su hija pequeña al interior de una habitación cómoda y acogedora, escucha una brutal pelea marital en la casa de al lado. Se trata de una casa en construcción, de la familia de cuidadores que vive en ella –una mujer de pollera, un albañil, un bebé que no cesa de llorar. El marido, borracho, termina por asesinar al niño de llanto continuo. Al amanecer, la vida sigue como si nada hubiera pasado; todo vuelve a la normalidad. Al cerrar el cuento con la insistencia de la hija de estrenar vestido, la autora genera una imagen de crudo contraste entre la vida caprichosa, serena de la narradora y la niña, y la violencia tremenda de los ruidos de la noche anterior.
DE ESTA EDICIÓN
El tomo Narrativa de Yolanda Bedregal incluye todos los libros que la autora publicó en vida, los relatos publicados a lo largo de varias décadas en periódicos, y relatos que quedaron inéditos.
El tomo está dividido en tres partes.
La primera parte, “Novela, narrativa extensa”, agrupa tres textos inéditos y la única novela publicada en vida por Bedregal, Bajo el oscuro sol, en su versión corregida de la segunda (1984) y tercera edición (1991). Los textos inéditos son Verónica, novela corta que la autora escribió en los años 40; Libro de Juanito, que escribió seguramente a fines de los años 50 y durante los 60; y La casa y sus entrañas, de la que sólo se tiene algunos fragmentos, escritos sobre todo, aunque no exclusivamente, en los años 90. Al inicio del trabajo de recolección de manuscritos se buscó febrilmente la versión completa de esta última novela, a partir de algunas declaraciones de la autora que dejaban entrever que habría sido concluida; no se halló nada.
La segunda parte, “Cuento, relato corto”, contiene el libro Naufragio, en su versión definitiva de 1977, la que prescinde de la parte poética que el original de 1936 incluía y que cuenta con varios textos posteriormente añadidos; los relatos –varios de los cuales fueron escritos en los años 40– publicados en 1994 en Escrito, libro que incluye además poesía y novela; relatos escritos en los años 40, algunos publicados en periódicos (particularmente en La Razón), algunos inéditos; y escritos de los años 60 y 70, la mayoría inéditos.
En la tercera parte, “Otra narrativa”, se ha incluido en la obra muy temprana de Bedregal, toda ella inédita y marcada por la autora como impublicable. Integran esta parte, además, un grupo de escritos inéditos y sin fecha de muy diversa especie, algunos de ellos también marcados como impublicables; y un libro de niños, Casi para chicos, planificado por la autora en una anotación que congrega cuentos ya publicados en los años 40 y cuentos inéditos.
Es muy reducido el material narrativo que se ha excluido de este tomo. Se trata de escritos ilegibles o excesivamente fragmentarios imposibles de publicar. Lo que sí se ha incorporado es una cantidad importante de material publicado en periódicos, que de algún modo pasó al olvido porque los periódicos tienen en gran medida ese destino, y de material inédito que la autora, por diversos motivos, no consideró para la publicación o que dejó planificado, pero nunca concretado.
El lector y la lectora encontrarán a lo largo del tomo una serie de notas a pie de página que amplían las indicaciones hechas en estos últimos párrafos, dando mayores detalles sobre cada uno de los textos incluidos en el tomo, el que ha sido estructurado sobre todo con un criterio genérico –novela, cuento, cuento para niños–, pero que no ha podido prescindir del criterio temporal, esto es, de la fecha de composición o aparición del texto o libro (o de la inexistencia de tal fecha). También ha sido considerado el carácter más bien “marginal” de algunos textos, es decir, textos que se apartaron como impublicables que simplemente se dejaron de lado sin anotación alguna.
Es notable el cuidado con que la familia de Bedregal ha guardado los manuscritos de la autora, así como el archivo completo de sus publicaciones y de lo escrito sobre su obra. El trabajo de selección de manuscritos y recortes de periódico fue arduo y muy minucioso; el de transcripción y corrección fue igualmente moroso (sobre todo por los manuscritos que resultaban muy difíciles de leer); pero ambas etapas del trabajo han permitido componer esta obra completa que concede al público –en este caso, en lo que hace a la narrativa– el espectro prácticamente completo de su trabajo escritural. Se ha intentando, en general, intervenir al mínimo los manuscritos, aunque se tuvo que recomponer algunos fragmentos que presentaban mucho problema de legibilidad.
La lectura del presente tomo hará aparecer, es lo más seguro, una nueva Yolanda Bedregal. No sólo porque se integran en él textos nunca antes publicados o textos olvidados en los archivos periodísticos de décadas pasadas, sino porque lo que habíamos podido leer de la autora nos había mostrado sólo algunos rasgos de una obra narrativa verdaderamente compleja. En primer lugar está el espectro formal de la narrativa, es decir, la diversidad con la que se aproximó a la prosa: como fabuladora de niños; como poeta de la existencia, del amor, de la ciudad; como narradora de complicados vericuetos literarios; y como ensayista de las imágenes y las sensaciones. En este ámbito, asimismo, exploró el relato existencial, el fantástico, el gótico y el policial. Temáticamente, por otro lado, se abre ante nosotros un amplio arco que va desde la inocencia y la fantasía infantil hasta las exploraciones más arriesgadas sobre el incesto, el placer, el aborto, la violencia, el asesinato, pasando por la asidua visita a la memoria familiar y personal, y por lo amoroso en sus más diversos matices. Emerge una escritora que trabaja en profundidad el universo femenino y, desde allí, el humano. Una escritora a la que se identifica, en general, con lo solar y convencional, siendo que –como lo dicen los versos del epígrafe y como se hace evidente por lo dicho a lo largo de esta introducción– obviamente había bebido (también) en lo oscuro.
NOTAS
† Las citas de esta introducción corresponden a esta edición de la Obra Completa de Yolanda Bedregal. Se indica el número del tomo (del 1 al 5) y luego el de página. En esta cita, por ejemplo, la referencia “3: 238” significa “tomo 3, página 238”.
1 La carátula del original que lleva la versión más avanzada de la novela reza, simplemente: “Novela, por Yolanda Bedregal de Conitzer”. Un original anterior lleva la siguiente fecha: 12 de abril de 1943; otro, que copia y avanza sobre el anterior, lleva las siguientes fechas de redacción: 10, 11, 12, 30 de junio y 2 de julio de 1943. Se trata de un texto narrativamente menor que la autora no juzgó merecedor de mayor revisión o de publicación. Sin embargo, está en él el germen de algunos rasgos sustantivos de sus mejores textos. Se lo ha titulado para su publicación con el nombre de la protagonista.
2 Los doce, trece años de Verónica coinciden, más o menos, con la edad de Milinco del cuento del mismo nombre y de Ana María de “El Reducto” (incluidos en el libro Escrito). Hay una voluntad por explorar esta edad de paso, ese pasaje, en el que no sólo la vida se va abriendo a la adultez, sino donde asoma el tema sexual –en el caso de las mujeres, especialmente. Luego de la humillante escena de interrogación sobre abuso sexual, Verónica expresa: “Mi niñez que se había ido la víspera, mi juventud que se había bautizado en la humillación” (3: 248). Como en “El Reducto”, este momento de paso también carga con la revelación de su verdadero origen e identidad.
3 La aparente inocencia de esta última frase guarda un riesgo evidente, que es el que Yolanda Bedregal asumió desde muy temprano en su narrativa: la íntima vinculación del amor con la sexualidad, así como ésta es experimentada por la mujer, y de las relaciones transgresivas (como las incestuosas), tanto forzadas como admitidas, con la sexualidad y el deseo, así como éstos son experimentados por la mujer. “Ardiente” es una palabra de múltiples connotaciones.
4 En un borrador mucho más corto que la versión que aquí se incluye de esta novela, y en el que la autora opta por el formato del diario en lugar del relato en primera persona, el texto concluye en el momento en que la madre de Verónica muere, cerrándose con la siguiente frase: “ …dejemos los cuadernos. Basta uno… y todo sigue igual bajo el oscuro sol”. Estas últimas palabras prefiguran el nombre de Bajo el oscuro sol, publicada décadas después. Asimismo, en otro borrador de Verónica –en el que el viaje de Verónica es a Lima, no a Nueva York–, en la parte de la historia en que Verónica llega a un convento de la Congregación de Loreto para ser acogida antes de continuar viaje, al despedirla una monja le dice: “Usarás junto a tu nombre el de la Congregación, para que sigas ligada a nosotras; ¿bien, Loreto?”. Se define también, pues, el nombre del personaje de Bajo el oscuro sol: Verónica Loreto.
5 Se corta abruptamente la narración. Compárese este texto con el del primer encuentro de Verónica Loreto con Bernard Sand en Bajo el oscuro sol: Acostada con el camisón de encaje que dejó Ema, me sentí otra. Renacer sin pasado, expectante, alucinada, innominable. Bernard vino a despedirse con un beso, el beso. Más hondo, más apretado, casi un mordisco lento mientras me palpaba entera. Su caricia apremiante me enardecía. Ya no me sentí. Estaba al borde de un abismo y me lancé. La noche fue sobre mi piel con todos sus luceros. En la embriaguez él tuvo un instante de conciencia. Separándose un poco sin soltarme me advirtió:
—Es como un pacto. Si eres mía nunca saldrás del cerco. Tú decides.
—Acepto –dije sin comprender el pacto.
Se consumó el abrazo. (3: 218)
6 Existen tres ediciones de la novela: 1971, 1984 y 1991. Las primera, la de 1971, ganadora del premio Erich Guttentag en 1970, difiere de las siguientes, es decir, fue corregida por la autora para la reedición de 1984 (que es idéntica a la de 1991, que incluimos aquí). En ciertos pasajes, el cambio es sustantivo.
7 Puede proponerse que la narrativa boliviana contemporánea utiliza el lugar de la muerte como instancia narrativa extrema, límite, para despejar, liberar la palabra y designar con libertad, con suelta temeridad el horror de las cosas, lo implacable, lo que sería imposible de decir, de nombrar y reconocer de otro modo. En este caso, Yolanda Bedregal mata a Verónica para que, desde ese lugar, pueda (entre otras cosas) finalmente (hacer) sacar a superficie lo que la vida proscribe implacablemente, lo que el lenguaje de los vivos no puede pronunciar –y lo que, en el caso de la mujer, hunde a la experiencia vital en destino trunco (después de la relación con Bernard Sand, su padre, Verónica ya no puede tener una vida, una esperanza). Por eso, con razón, Luis H. Antezana dice: “Las posteriores investigaciones del curioso, insatisfecho (quizá enamorado) Dr. Gabriño descubren un tejido incestuoso, donde esta (“inocente”) víctima de la bala perdida, Verónica, nomás estaba condenada a pagar un alto precio (su vida) por esa cadena de amores prohibidos, en la que ella no era un tan arbitrario eslabón. Bajo esa perspectiva, la “revolución” proporciona la bala –la muerte– que castiga ese entramado incestuoso, en rigor, un mero instrumento de ese destino” (“Rasgos de la narrativa boliviana actual: Modelo”, mimeo).
8 En “Puntos fundamentales para dar pie a un diálogo con el público. Experiencias personales” (4: 51).
9 El desafío a la ficción (como portadora de verdades terribles, de revelaciones dolorosas –no sólo personales, también colectivas, históricas–) va legitimado por Gabriño trasmutado en “Autor” cuando dice: “Yo no he inventado ninguna historia: ella estaba ya. Nadie puede inventar vidas ni personajes. Son éstas y son éstos los que, como los peces, salen a flote en el anzuelo del pescador” (3: 200). Precisamente, el maletín portador de la terrible revelación final sobre Verónica Loreto, una vez echado al río, sale a flote, para ser rescatado y desembarazado de su secreto por el Autor-pescador.
10 Es decir, la escritura femenina utilizará a este lector masculino ya no en una lógica de subyugación, sino tácticamente, para poder ser, para poder decir. Su subversión no será la de la batalla abierta (hacerse del campo del enemigo), sino la de la táctica guerrillera (roer o utilizar desde adentro la fuerza del enemigo para emerger).
11 Es de notar que cuando Gabriño se trasmuta en el “Autor”, éste descubre a su necesaria contraparte, el “lector,” al que denomina “co-autor” y al que, una vez descrito su propio rol como el de relator, le concede el papel de “detective” (3: 200). De hecho, la novela puede leerse en clave policial, siendo el misterio que rodea a la difunta lo que el “detective” (Gabriño, nosotros) debe develar, no los motivos o el autor de su muerte –pues, como dice L. H. Antezana, la bala proveniente de la violencia política se hace funcional a la historia de Verónica L., cuyo enigma es, finalmente, lo central de la diégesis.
12 Es cosa del mero azar que la Sra. Hortensia retuviera hasta el final el maletín con la revelación última: “Lo que me inquieta por el momento es el maletín último que la señora Tapia confió a Gabriño” (3: 203). No es algo que esté resuelto convincentemente en términos narrativos: aparece cuando tiene que aparecer, justo en el momento en que debía resolverse el enigma, en la lógica de la intervención de un deus ex machina. Lo que sí es más interesante, como se dijo, es la forma en que el maletín “escapa” a su propio desentrañamiento y pone a prueba al “desentrañador” antes de entregarse.
13 En otro registro, pero apuntando a lo mismo, doña Hortensia le cuenta al Dr. Gabriño: “Sorprendí a ese individuo hurgando el estante de Loreto, hurtando, podría decir. ¿Cómo desenmascarar a ese…? […] ¡Ay! ¡Si fuera hombre, le siento el juicio! Esto de ser ignorante, de no tener influencia, de ser hembra…” (3: 150). Revelado así el diseño que para sí establece esta mujer en el orden de las cosas –la impotencia, la desprotección, la marginalidad–, ¿qué hace la novela? De algún modo desenmascara los hurtos, los plagios; pasa juicio sobre la múltiple carga de abusos y silencios que encara (la voz, la escritura de) la mujer, empujando al lector-Gabriño (las lectoras y los lectores) a hurgar y hurtar, sí, pero esta vez para desentrañar, para mostrar y revelar liberadoramente.
14 No olvidemos que el diario, en principio, constituye un escrito íntimo, personal, que si bien prefigura un interlocutor como todo acto discursivo, no tiene el objetivo de ser leído por un lector distinto al propio autor. Acceder al diario íntimo de Verónica, pues, tiene la dimensión de una intromisión, de una transgresión a una prohibición que porta en sí el género. Gabriño, así, “expone”, “exhibe” a la autora de este escrito, entrando a un lugar suyo que debió mantenerse oculto, secreto. ¿No será, entonces, la clave de la lectura de la escritura de mujer –en esta particular propuesta– el ir más allá de la prohibición, de lo que supuestamente debe quedar cerrado?
15 Kathy Leonard, “Yolanda Bedregal: Una entrevista”, Sincronía (verano 1998), online, Internet, 15 dic. 2006.
16 El hecho de que borradores de “El retorno”, publicado en parte en los años 40, estuviera entre los manuscritos de la novela, y que algunos de ellos tuvieran notas escritas durante los 90, nos dice que el proyecto de la novela recuperaba escritos antiguos para incorporarlos a esa narración mayor. Por ello hay fragmentos sin fecha que pueden corresponder a otras décadas.
17 En más de una ocasión Bedregal da identidad humana a la casa: “Eso empezó pues para mí desde aquel día de mi camisón de encaje ante un vidrio vestido de azogue. Y la casa se fue poco a poco vistiendo. Empezó por tener su esqueleto de huesos que antes fueron de piedra y su carne y sangre que antes fueron tierra y agua. Y sus entrañas que antes fueron trozos de vacíos cuadrados. Y su piel que antes fueron empapelados mudos. Y sus sentimientos que fueron colgándose en cuadros, calendarios, retratos, tapices pequeños pintados o bordados por manos que vivían o vivieron. Tuvo entrañas…” (3: 403). ¿La casa, espejo de la vida de la mujer que la habita?
18 Como “camarada”, ha envejecido junto a la autora: “La casa está vieja, lo sé. Ella fue como yo, niña y joven. Vivió, creció y se va conmigo envejeciendo. Es mía. Es como yo misma en mis andanzas largas y meditativas o pueriles” (3: 396).
19 Leonard.
20 Es en la segunda parte que Juanito aclara que escribe en un cuaderno que le habían comprado para las tareas de matemáticas; y pone en evidencia a sus lectores diciendo: “Queridos lectores (digo lectores a los que lean esta especie de diario; queridos porque uno quiere a los que lo acompañan; leer es conversar y se conversa con amigos y se quiere a los amigos): Si ustedes hacen las mismas cosas que yo y los molestan como a mí, y piensan de los grandes como yo, dirán que tengo toda la razón y hablo por ustedes” (3: 355). Este inédito fue probablemente escrito a fines de los años 50 y durante los 60.
21 Esta complicidad de la madre tiene que ver con lo que dice la narradora de “Retorno”, publicado en 1946, refiriéndose a la experiencia infantil: “Mas la sola riqueza desde entonces es saber que cuanto ocurría en avalancha podía ser defendido con retirarse a un lugar escondido. Lo que entonces poseíamos es más nuestro que todo cuanto nos fue dado después. Sin esta protección de lo íntimo los niños serían tomados por locos; se les comprende siempre demasiado poco. Es difícil imaginarse que los mayores hayan sido alguna vez chicos, que hayan conocido un mundo fantasmagórico igual en sus dominios” (3: 593). Existe en la obra de Bedregal una misión muy precisa: la de expresar y proteger ese “lugar escondido”, fuente de plenitudes.
22 Qué cercana a ésta la siguiente cita de “Retorno”, cuento publicado en 1946: ¡Qué de maravillas tenía nuestro mundo infantil! ¿Cómo pueden reunirse tantas y tan diferentes cosas en un sótano? Y después de todo, ese cuarto era igual que mi cerebro: un enjambre contradictorio y múltiple sin continuidad ninguna. ¡Y tan compacto a la vez!
¿No son todos los depósitos de las casas en que vivieron muchas generaciones como este cuarto oscuro? Todos hemos visto de niños abrirse cuartos hechizados, cómodas milagrosas, de donde salen flores, encajes, cintas, zapaticos, cajitas de todo tamaño y material, llenas de estampas descoloridas, escapularios, detentes deshilachados, recuerdos, recuerdos… ¡Cómo se extasiaban los ojos curiosos al levantarse la tapa de un baúl abollado que dejaba escapar trajes de seda, jubones emballenados, corpiños de raso, abanicos, mitones calados, sombrillas con puño de marfil, todo exhalando un perfume sin nombre, inolvidable! (3: 593) Sin duda se trata de un tópico vinculado a la plenitud maravillosa de la infancia y a la casa, escenario prodigioso de experiencias mágicas.
23 Cuenta Bedregal que estando ella en los Estados Unidos, su padre le envió la versión publicada del libro. Este texto manuscrito originalmente titulaba Naufragio: Poemas e incluía un grupo de poemas al final: “Caramelo de cine”, “Potosí”, “Sucre”, “Lamento por Alberto Guillén”, “Ramillete a La Paz”, “Mamá”, “Visiones de infancia”, “Muñeco mío”, “Místicos”, “Hiéreme”. Bedregal, evidentemente, incluyó en este regalo al padre prosas poéticas y poemas y los concibió a todos como un conjunto de “poemas”.
24 Hay que enfatizar que muchos de los escritos en prosa retornan empecinadamente a la infancia como el tiempo y el lugar de la felicidad plena. Se trata de un tópico de esta literatura, el de la nostalgia y la voluntad persistente de retorno, de hurgar en el recuerdo, de traer otra vez vía la escritura esa felicidad a la actualidad de la experiencia literaria.
25 Es notable que la muerte (el afuera de la memoria herida, de la experiencia vital sin esperanza) de Verónica Loreto en Bajo el oscuro sol, sea preámbulo, precisamente, a la revelación de las tribulaciones y laceraciones del cuerpo. Serán otros los que la propicien, ella ya “salvada” en la muerte, liberada de dar cuenta de lo horrible guardado en una escritura secreta.
26 La Guerra del Chaco ocurrió entre junio de 1932 y junio de 1935. Naufragio fue escrito mientras ésta transcurría.
27 Creo que queda pendiente un trabajo comparativo entre dos libros de 1936: éste, de Yolanda Bedregal, y Pirotecnia, de Hilda Mundy. Resulta significativo que ambos libros, siendo tan distintos, presenten una calidad experimental, libre en cuanto a forma, y, temáticamente, una mirada hacia lo específicamente urbano. A no olvidar, por otro lado, que El occiso de María Virginia Estenssoro es de 1937. Precisamos de un estudio orgánico de estas literaturas escritas por mujeres en ese tiempo de fundaciones.
28 La picardía del personaje de la Chola Juanacha (personaje que canaliza la narración), los complicados amores de la “chola linda” Pastora (con Roberto, a quien le oculta su embarazo; con su presente pareja, un mecánico que la pega), el ámbito de chichería, vinculan este cuento a narraciones como “La Miskki-simi” (1921) de Costa du Rels, Aluvión de Fuego (1935) de Cerruto, y La Chaskañawi (1947) de Medinaceli. Tópico recurrente en la literatura que seguramente leyó en su juventud Bedregal, se cuela en la propia en este cuento. Aunque ella, al darle escenario al amante decepcionado, dejará a la chola linda atrapada en un destino de amor violento, sin las salidas que los textos mencionados arman para sus personajes femeninos. Por otro lado, como detalle aparece en más de un cuento el tema de la violencia del hombre contra su pareja, la chola: el mecánico en este caso; el carpintero en el caso de Manucha de “El Retorno II”. Bajo el oscuro sol explora esa violencia en otros contextos y en otros registros, ampliando el espectro de su tratamiento en la literatura.
29 Fascinan a Bedregal estos momentos, mezcla de azar y extraña lucidez, en el que el destino de un personaje puede ser dramáticamente transformado, como puede verse en el acto temerario de Braulio, el guardia de estación (“La última estación”); en este acto de Milinco quien, además, acaba de comprobar la crudeza de la vida de la gente del circo; incluso en el extraño encuentro de Ágata y el visitante desconocido.
30 La redacción de este texto –una novella, diría yo; o un proyecto de novela que fue detenido en una narración más corta– coincide en el tiempo con la de Bajo el oscuro sol. Habrá que ver hasta qué punto estos dos escritos coinciden en cuanto a exploración narrativa y temática –en lo que hace, por ejemplo, a la aparición de esta vinculación muy puntual entre amor y muerte: en el caso de Bajo el oscuro sol en clave policial; en el de “El Reducto” en clave gótica. Y en cuanto a la cuestión del misterio del origen, la pregunta por la identidad: Verónica Loreto resulta ser hija del que luego es su amante y padre del niño nonato; Ana María, de una unión prohibida de un caballero de la familia; incluso su aya Polonia, “quizá ella misma una bastarda engendrada por alguno de los caballeros en una aborigen aymara”. Es importante notar que el secreto en “El Reducto” tiene que ver con la cruel moral familiar conservadora y es algo que la propia protagonista desvela –guiada, como Gabriño, por una “fuerza oscura”–; mientras que el secreto en Bajo el oscuro sol tiene que ver con la transgresión de una prohibición mucho más grave, más universal: con el incesto, que puede decirse rebasa el límite de las prohibiciones sólo familiares para entrar en las sociales; en este caso, Verónica muerta conmina a que otro desvele el secreto.
31 Esta vez, es la madre la que muere, no el bebé, como en “Buenas noches, Ágata” o Bajo el oscuro sol.
32 La etimología de la palabra es reductus: apartado, retirado. El amor prohibido debe encontrar hogar fuera de la vista, lejos de la atención del orden social.
33 Hay una vinculación de la sangre referida a la tragedia y muerte de los padres –el llanto de la casa– con la sangre menstrual de la niña. La revelación de su historia, de su identidad va engranada a su condición femenina (menstrual). Además, la aya condiciona su revelación del secreto a que la niña no frecuente al niño vecino que la pretende: la revelación va vinculada a una prohibición erótica: “Te… voy a contar si, besando la cruz, prometes no encontrarte a solas con el Quino” (3: 494).
34 Yolanda Bedregal fue en su escritura muy consciente de la clase social a la que pertenecía. En la “Página exenta” que introduce el Libro de Juanito, por ejemplo, se lee: “Este libro es fiel y auténtico testimonio acerca de un grupo familiar de clase media alta en Latinoamérica” (3: 267). Como María Virginia Estenssoro, Bedregal estableció en la narrativa boliviana desde los años 30 la mirada y experiencia femeninas de clase culta, privilegiada. Los personajes que propusieron en sus literaturas ficcionalizaban la propia experiencia de mujeres profesionales, cosmopolitas, cultas en el espacio literario. En gran medida la ficción de Yolanda Bedregal puede leerse como la tensión en la experiencia –amorosa, pero también social, cultural– de una mujer que, perteneciendo a una familia conservadora, a una clase social endogámica, se atreve a salir de su círculo, a intentar vivencias de ruptura, transgresoras. Los resultados generalmente, por lo menos en el ámbito amoroso, no son exitosos.
35 La Navidad aquí no es sólo ese recurrente recuerdo infantil que leemos una y otra vez en esta narrativa; es un recuerdo redentor, salvador.
36 Dice la nota: “Casi para chicos: 1. La araña. 2. Ambiente de gallinero. 3. Las campanas. 4. Los gorriones. 5. Las fases de la luna. 6. La tinta. 7. Flor de Puna. 8. La mejor solución. 9. Cuatro amigos. 10. Los dos hombres”. De estas narraciones cortas, las siguientes fueron publicadas en La Razón entre 1943 y 1946: “La mejor solución”, “Los gorriones”, “Mírame-y-no-me-toques”, “Las campanas”; el resto quedó inédito y no se tiene datos sobre las fechas de composición. A decir de la familia, se trató originalmente de un libro manuscrito dedicado a Gert Conitzer el 6 de agosto de 1942.
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