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ESCRITO
PEREGRINA
Morí el 8 de junio, última fecha en mi diario, salvo que mi agonía haya durado más. De todas formas mi muerte está aún fresca, fruta recién caída. Vi mi funeral, la consternación o indiferencia de los curiosos que la presenciaban. Protesté; quise explicar que estaba viva, pero nadie reparó en mí. Me apartaban, se aglomeraban obligándome a levitarme para no ser aplastada. Insistí hasta el último momento. Me llevaron en una caja al cementerio. Echaron tierra encima. Sin embargo no estoy muerta. Cualquier partida de defunción es falsa.
Soy. Estoy y hasta puedo relatar con minucioso detalle lo que me sucedió, hice y sentí en estos días. Este 13 cumplo 28 años. Viajo mucho con la Compañía de Teatros para la que también escribo libretos, no sé si por manía, compulsión o para compensar mi poco hablar. He tenido que vérmelas con gente de sensibilidad y con brutos. Compartí con todos, los entiendo por igual. No sé a cuales pertenezco.
Hace poco salimos del Viejo Continente en gira a Sudamérica. Por entonces yo estaba invitada a un Congreso de Escritores en el Brasil. Pasé inadvertida. Varios delegados disertaron con erudición pero ninguno mencionó lo que creía yo fundamental: la trascendencia ética del escribir. Mis cuartillas quedaron en la carpeta. Me inhibió el miedo a las palabras, la indisimulable vanidad de los oradores, la sospecha de encontrarme sola. No ocupé la tribuna. Quedé como con un pecado de omisión en la conciencia y, a la vez, con el sentimiento de libertad, no complicando a nadie en mis dudas; desligada de todos, más bien con simpatía.
Al final del Congreso figuraba en mi programa una excursión a Brasilia. Mi reloj jamás anda bien; perdí el avión. Me quedé, pues, en el hotel; luego a salir a vagar caminando o en tranvía. En éste, observando a los heterogéneos pasajeros tuve una vivencia – (talvez fruto de la deformación profesional al interpretar personajes y episodios anacrónicos para mí) – los veía transformarse progresivamente o en retroceso como películas proyectadas a la inversa: el hombrón rudo sujetando un rollo de alambres se volvía niño abrazando su pelota multicolor con rondas de patitos; la opulenta mulata parlanchina se tornaba escuálida vieja triste; el impecable muchacho sentado jugando sobre elegante portafolio con lapicera dorada pasaba a ser opaco individuo manipulando sospechoso instrumento en caja fuerte ajena; la ingenua de batita blanca se convertía en provocativa moza. Y así, por turno, hasta la parada final en el suburbio. Al apearme casi me di contra una pareja en apretado abrazo al amparo de copioso árbol..... Y una repentina nostalgia al apartarme..... ser el árbol o la enamorada a quien besaban. Soledad entre muchedumbre despierta en mí deseos de amor, de comunidad, de muerte..... Deambulé hasta el atardecer, expectante, desorientada. Al pasar me tentó una discreta “CONFITERÍA”.
Mientras me atendieran, recorriendo con la vista la exposición en el altillo, me llamó poderosamente la atención un cuadro en extrañas manchas grises y cadmios. ¡Era yo! ¿O mi reflejo en el vidrio? Bah! Esta pintura moderna..... Seguí mirando.
En esto, alguien se había sentado junto a mí y una mano firme cubría el dorso de la mía cual presa segura. Sin rodeos, una voz viril persuasiva: -¿le gusta?
-¿Gustarme? No sé. Hallo en él ...... iba a contestar pero, ¿de buenas a primeras, a un desconocido? pensé.
- Tiene usted que venir a mi taller, muy cerca, lo conoce.
Le dije que se equivocaba de persona, que yo estaba sólo de paso. Pero me dejé conducir. Todo fue atravesar la terracita con macetas, cruzar la calzada, en la esquina, junto al kiosko de cigarrillos, una escalera al pasillo. Él se adelantó, empujó la última puerta. – Pase. Se lo muestro enseguida. - ¿Qué iba mostrarme ese hombre pálido, de hermosos ojos verdes a quién obedecí?
La habitación amplia, claraboya en declive, olía a aguarrás, aceite; un diván, dos o tres mesas, estante de libros, cacharros, marcos, bastidores. Atmósfera sugestiva, misteriosa.
Descorrió una cortina esquinada, arrastró un caballete escogiendo la mejor iluminación para el cuadro que trajo inmediatamente. En el fondo de bambalinas, puente y farol esbozado, una figura amarilla de tamaño natural. Él, atento a mi largo mudo mirar ¿cómo lo encuentra?
- Extraño. Se me parece, respondí.
- Parecerse no, es usted.- recalcó.
- Nunca nos vimos antes.
- Yo sí, la vi una vez tal como en este lienzo. A punto de terminarlo, usted se
levantó y se fue. Denantes un impulso me lanzó a la confitería y allí me la encuentro. ¿Comprende por qué fui brusco? Perdón. Me ocurre cosas inexplicables. –
A instancias mías, contó un ejemplo: - Por costumbre de tomar apuntes, en un andén, antes de abandonar su país había esbozado un niño dormido abrazando un osito rojo; al desembarcar, lo primero que vio en el muelle fue al mismo niño en la misma postura, sólo que atropellado por una motocicleta, yacía muerto ensangrentados pecho y bracitos.
- Coincidencias – dije – tantos niños, tantos puertos en el mundo –
- Para el ojo del pintor nunca hay dos cosas iguales. Luz, forma, color,
actitud, esencias son únicos, inconfundibles –
Le hice notar, como actriz yo misma, que situaciones corrientes o cualquier persona, por el hecho de estar aisladas en el marco de un escenario, parecen exclusivas. (La verdad es que lo del bar y este cuadro ..... me hacían dudar.)
Le pregunté si tenía alguna modelo de mi tipo. Negó. – La tela estaba destinada a otro proyecto, pero al tomar la paleta sin vacilar, con firme brochazo salió concreto el retrato. Unicamente aquí, en el puente se me escapó el Mefistófeles que la acompañaba a usted y que estaba yo por pintar.
(Me asaltó un vivo recuerdo de hacía seis meses. Yo estaba en mi camarín, concentrada en repasar mi papel frente al tocador, cuando se me apareció un Diablo. Me sobrecogí del susto!..... Pero era el actor caracterizado para el último ensayo de Fausto reflejado en el espejo .....)
- No piense que vivo con seres inventados por mí; - dijo el pintor – ellos existen en realidad (señalando) aquellos caballos azules con alas de palmera, esos toros con patas de serpiente, los gallos con flamín de luna existen de verdad.....
Cambió de actitud, tiró lejos el trapo manchado de colores que estrujaba.
- Disculpe. No me he presentado siquiera. A sus órdenes Anton Bruck –
Perpleja, no acertaba con las palabras. Las circunstancias no eran para suponer una burla. ¡Anton Bruck! el nombre de mi hermano grabado en su tumba. Sobreponiéndome a la turbación le sonreí: - Somos casi tocayos, mi nombre es Marion Bruck –
- Feliz casualidad; el mío verdadero es difícil de pronunciar, tomé éste. Hubiera sido lo mismo Tot, Mack, Flix; corto, sin pretensiones, fácil de olvidar, recordar o confundir –
Callamos largos minutos, nos sentamos y me ofreció una naranja. Retirando el frutero de la mesa me acercó un cuadro. – De éstas; son más sabrosas, traen fragancia de azahar; conozco su jugo desde la semilla al brote antes de cuajar, palpé su savia ya en la rama en que colgaban ¿la siente? Cómalas.
Confieso que no me sorprendieron las incoherencias pues a menudo, suelo callarlas por cobardía o decirlas, inocente, a un desconocido. A éste le pregunté si alimentaba a sus amigos con naturalezas muertas.
- Así llaman a las pintadas, pero son vivas. No. Mejor dicho, sí. Alimento a mis amigos..... que no tengo. Acaso usted en este instante y nunca más – Pronunció la última frase subrayándola con el tono premonitorio y mirándome extrañamente.
Alargué la mano; la fruta saltó del cuadro y acomodó en mi palma su domo de sol congelado.
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¿Por qué voy relatando esto que no tiene relación lo de mi muerte? Quizá por la naturalidad con que ocurren los milagros cotidianos.
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Volvamos al principio. Morí el 8 de junio. La gira de nuestra Compañía continuaba al Paraguay, Argentina, Bolivia. En ésta esperaba un grupo similar. Se nos distribuyó hospedajes en casas particulares. A mí me tocó una familia culta de tradición europea. Solamente nos reuníamos agradablemente para el desayuno. Una noche, después de la función, los colegas me acompañaron hasta mi alojamiento en una calleja tranquila perpendicular a la avenida. Esperé a que la vagoneta doblara la esquina haciéndonos mutuamente señas de despedida.
Me disponía a abrir el portón cuando noté que había olvidado la bufanda con el llavín atado al fleco. Corrí a alcanzar el vehículo. Ya estaba lejos. ¿Tocar el timbre? Mejor no despertar a mis anfitriones. Me iría a un hotel dejando una nota para mañana.
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Desanduve el trecho. Frente a la puerta estaba mi figura. Me detuve. ¿La mía? Confronté mis vestidos, el gorro, mi maletín.
Esa que estaba allí depositó en el suelo el bulto, se sacó un guante, tanteó la cerradura, empujó la hoja izquierda de la puerta y jaló cuidadosamente la otra, tal como me habían recomendado para no hacer ruido. Adiviné la luz en el cuarto. El mío. Subí las gradas. Ella, esa otra, tal cual yo lo hacía, puso el abrigo en el colgador, lo enganchó en la perilla de la falleba de la ventana; dejó el gorro en el tocador, se quitó las horquillas y sacudió hacía atrás el cabello suelto. Desapareció un momento. Vi después su silueta en bata. Por los reflejos de la lámpara supe que se sentaba al secreter donde cada noche escribo mi diario. Era el 7 de junio, no sé si esa fecha la anotó ella o yo.
Entre tanto, en plena calle azotada por el viento invernal altiplánico, yo me helaba. Un gato saltó por encima del muro a mis espaldas. Provocando un susurro de río en el pavimento, se deslizaba una mujer de manto negro arrastrando un atadillo de ramas que parecía levantar manos esqueléticas. La avenida clareaba con intermitentes refocilos, mecíanse flojos pentagramas de alambre en fondo de un cerro nevado. Yo inmóvil bajo un cielo acribillado de alfileres. El conjunto era como estampa de aguafuerte. La mujer de las ramas regresó por tercer vez y me atravesó sin mellarme, como si yo fuera aire. La ventana iluminada ..... Ella seguiría escribiendo. La noche avanzaba. No creo haber llorado pero mi cara tenía una escarcha fría que se colaba por lo poros hasta la sangre, hasta los huesos. En ese momento ella asomaba al balcón, las manos en las mejillas, mi gesto habitual. Pareció mirarme largamente. Corrió las cortinas. Apagó la luz.
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En ese preciso instante en la calleja se detuvo una ambulancia. ¡A la morgue! ..... oí ordenar. Descendió un mandil blanco, las mangas flotantes me cogieron blandamente y me tendieron en la camilla ..... Unos hermosos ojos verdes y aquella voz ..... “Amigos ..... Acaso usted en este instante y nunca más .....” |