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Yolanda Bedregal
OBRA - ENSAYOS - ENSAYO I

DISCURSO DE INGRESO A LA ACADEMIA BOLIVIANA DE LA LENGUA

Vengo complacida a ocupar un sitio en esta hidalga Academia Boliviana de la Lengua, correspondiente de la Real Española, que como reza el lema: “Fija, limpia y da esplendor”. Ella ha cumplido oficio salvador al recopilar, sistematizar y legislar el idioma, al preservar su riqueza y el valor semántico de los vocablos.

Pero la lengua no puede ser gobernada por academias ni doctas instituciones. Ella es un organismo vivo, viviente, creado y acrecentado por el hombre desde el primer balbuceo cuando los conflictos naturales, las nieblas entre mito y religión lo impelían a buscar la expresión para sus realidades materiales y espirituales.

La lengua en las sociedades, como en nuestra propia boca, es algo en función continua y que el uso va conformando y adiestrando. Así cobra dinamismo, expresividad, que es lo que confiere a un idioma su verdadero espíritu, “el espíritu de la lengua”, y que escapa al control académico.

La expresividad del idioma está en el habla popular, y el esplendor está en su manejo estético. La palabra, como material artístico, incumbe al escritor; no al filólogo ni al gramático, que son estos hombres más bien de ciencia que de letras. El lingüista, como el académico, analiza, reflexiona, estudia el lenguaje como un fenómeno social o biológico o psicológico. Pero, ¿cómo dominar ese instrumento de la inteligencia, la voluntad, en la triple función: comunicar, designar y expresar. ¡Y todo esto en variadísimos grados y matices personales! Tendrá pues que ser por fuerza –y por razón– cada individuo, cada parlante, el guardián del común acervo del idioma y muy particularmente ahora. Nuestra época, capitalista o socialista, se marca por una desmedida inclinación hacia discurso de ingreso a la academia boliviana de la lengua lo práctico, lo rápido y económico. Economía de tiempo y de esfuerzo. Lenguaje convertido en moneda y signo fácil de transacción inmediata. Novelas concentradas, anuncios chabacanos, fórmulas estereotipadas. En vez de la carta amical avaros radiogramas. Slogans, siglas, enseñanza audiovisual tienden a restringir el lenguaje prolijo, quitándole nobleza que no se improvisa y belleza que sólo se logra con morosa artesanía.

En ese precipitado hablar los neologismos, tecnicismos insustituibles son necesarios y aceptables. Pero son lastres voces y giros pedestres o malsonantes que acabarían por desfigurar la esencia natural, la contextura y tesitura del idioma. Sintámonos, pues, defensores conscientes y amorosos del lenguaje. Presumo que ha sido el tiempo mismo el que ha mellado la hermética puerta y son los académicos los que hoy la abren. Agradezco a los miembros de la docta corporación y también, muy de veras, a todos los que me acompañan a recibir el honor. Una vez más esta vuestra solidaridad compromete mi corazón con mis amigos, con mi pueblo.

A manera de justificar la presencia femenina en ésta y otras instituciones, quisiera decir que, si bien el intelecto es patrimonio del hombre, hay algo de diabólico en la pura inteligencia si ella no está compensada por el amor y el espíritu de paz atributo de la mujer. Espíritu de paz que, por cierto, no es inercia, sino dinámica constructiva. Y ¿qué sería del hombre sin la mujer?, cabe preguntarse sin hilaridad. “Seríais como dioses”, dice el Viejo Testamento. Yo me pregunto: ¿será más fácil ser dioses que ser un hombre?

¿Será fácil volar con solo un ala? ¿Avanzar con un solo remo?

En hora estelar de mi vida, ante el grupo de la joven Gesta Bárbara, uno, ya en el “Ateneo de los muertos”, don Gregorio Reynolds dijo en su poema: “Tu musa va descalza pero altiva”.

Como ella me acerco a vuestra mesa espiritual, sin alto coturno ni máscara de personaje; con la tranquila altivez de quien viene a recoger una flor, no destinada a mi persona, sino como a un símbolo de las muchas mujeres que, desde comienzos de la República han escrito y siguen escribiendo en Bolivia.

Cúpome la suerte de habérseme asignado la silla que ocupara Juan Francisco Bedregal.

Podría decir mucho del hombre y del escritor, aunque sólo fuera citando los juicios de críticos nacionales y extranjeros de renombre, quienes lo conocieron. Ellos, amigos, colegas, discípulos, alumnos testigos de la vida y el quehacer de Bedregal. Ellos dirán lo que yo, como hija, calle de la obra múltiple y fecunda –la mayor parte dispersa– “toda de gran ingenio y gran estilo” al decir de la Mistral.

En boca de escolares y recitadores y en páginas antológicas perduran entre muchos sus versos. Mi Bandera, Al Asno, Al Árbol, Paisaje de Puna. Las divagaciones perogrullescas de “La Máscara de Estuco” mantienen su permanente actualidad. Los personajes de los cuentos en “Figuras Animadas” trajinan todavía por las calles de La Paz a la sombra de su lejano Corregidor, el Caballero Andante…

Y desde la casona de su primer rectorado universitario hasta el moderno edificio que nos cobija que él hizo factible obtener, alumbró la sabiduría del Maestro, no mera erudición, sino saber del corazón y perfumó su bondad, no blandura inocua, sino potencia de alma límpida.

No os pediré perdón por el temblor con que me llego a ocupar su silla; al contrario, quisiera comulgar con vosotros mi emoción.

Cuando se nombra a un poeta, sólo el silencio lo alcanza. Al invocar a un padre, hasta el silencio se estremece. Permitidme pronunciar mi homenaje con dos poemas; el primero escrito en mi adolescencia y una oración final para el minuto que lo llevó a la luz.

Canto al padre

Tu vida es otra vez en mí.
Yo crezco como una extraña flor
en el tallo admirable de tu vida.

Mi vida sube como una espiga al mundo
en donde tú sembraste un verso y un amor.
…………………..

Padre, cuando preguntas qué se hicieron,
dónde se fueron, dónde están
tus pensamientos, tus anhelos,
tu cada día y el ayer,
siente cómo responden mis latidos
a los múltiples ecos de tu voz.

Cada palabra tuya y cada rasgo
es el mismo de ti, y es sin embargo
nuevo y distinto en mí a cada momento.

Yo soy como la flor de tus silencios;
lo que no has dicho tú, yo he de decirlo.
Yo he de ser la inquietud de tus reposos;
lo que huyó de ti, yo he de alcanzarlo;
iré por los caminos que no fuiste;
lo que tú no tuviste, yo lo tengo.

Te prolongas en mí y en mí floreces.
Tú completas en mí tus plenitudes.
Vengo de ti como de Dios.
Tú vas en mí como hacia Dios.

Interminable cadena de la vida,
Ola de grandes saltos,
Girante y gigantesca ola de vida
Gigante y giratoria ola de sangre.
Aquí estás y aquí estoy.
Diferentes, lejanos
y Una es la vida sin embargo:
Esta es la mía que empezó de ti,
y esta es la tuya que a través de mí
ha de rodear el mundo con sus brazos.

Padre, como si fuera el mundo
para nosotros exclusivo don,
te agradezco la vida que me diste,
interminable, eterna, fuerte, bella.

Tú no vas a morir porque en mí vives.
Tú no vas a morir porque otras vidas
prolongarán tu vida por mi vida.

Salada savia

Padre mío, el invierno –espada de tu muerte–
sus varillas de hielo sobre mi pecho inclina.
Crujen las hojas secas en desolada sombra
al filo del minuto que te arrancó a la luz.

Ya no hablaremos nunca del verdeciente pino
aunque giren los meses hacia la primavera;
yo veré conmovida hundirse contra el cielo
la erguida copa oscura, y ya estarán tus ojos
perennemente mudos en el carbón azul.

Se esponjarán los días, descenderán las noches
hacia asolados playas del Siempre y el Después,
mas la salada savia del amor está herida
al filo del minuto que te quitó de mí.

Contigo platicamos del trino y la gavilla,
el libro y el amigo, la reja y la parábola,
del agridulce zumo en el cristal humano.
Fraternales rondaban por tu voz de maestro
San Francisco de Asís, don Quijote y Jesús.

Padre mío, en las horas del hogar apacible
devanamos la lana del cotidiano afán;
y siempre tu sonrisa tendía el hilo de oro
que bendecía el agua y suavizaba el pan.
Presagio de ventura, flotaban nuestros nombres
con halo de alegría si los decías tú;
hoy nos duele hasta el nombre que tú ya no pronuncias,
y nos pesan las manos tendidas hacia ti.

Tus ojos amparaban la senda de mi verso.
Mi infancia en tus rodillas todavía mecía
la muñeca de trapo que el tiempo sepultó.
Ahora me llueven años por cada hora que faltas.

Nuestro pino ha llorado hasta su último espino.
Aúlla la madera de tu sillón vacío;
los platos en la mesa tienen sonido a roto;
y se empaña la atmósfera de girasol nocturno.

Esta salada savia del amor se hace niebla
al filo del minuto que te llevó a la luz.

Mellada por las exigencias del tiempo, cede la severa puerta de la Academia de la Lengua para dar paso a una mujer. Probablemente se habría resistido si, con mano valiente, los escritores bolivianos no la abrieran aún a riesgo de que la irrupción femenina fuera aceptada por algunos a regañadientes.

Agradezco vuestro gesto, señor Director y señores miembros de la Institución. Y agradezco también a todos los que me acompañan a recibir este honor. La presencia de cada uno es testimonio aprobatorio a la Academia y, para mí, entrañable muestra de solidaridad. Una vez más comprometéis mi corazón.

Cuando, hace años, recibiera similar invitación para integrar esta docta corporación, comprobé que Bolivia, como en muchos acontecimientos, era también precursora en las conquistas femeninas. Mas, aquella tentativa ha debido ocasionar sinsabores a los académicos, quienes, ateniéndose a los reglamentos españoles, tuvieron que dejarme en la antesala, verdad que en la honrosa compañía de uno de los señeros humanistas que tuvo esta tierra.

Si entonces mi juventud no hubiera estado contenida por un sentido de ecuanimidad y si por mala ventura hubiera sido quisquillosa, no estaría con vosotros con el buen ánimo con que acudo a vuestra mesa espiritual. Verdad que el concepto que se tenía de los sexos, ha cambiado y el conflicto ya no lo es en el plano literario. La emulación social pedagógicamente es inadmisible ya. Cada cual desarrolle sus aptitudes en la amplitud de su propio ser, a su propio paso y medida. No hay rivales. Hay compañeros: remeros en
anchuroso río.

“En torno a Adela Zamudio”, llamo a esta disertación que me puso en la alternativa de escoger entre “la mujer y su obra poética”, o “la obra poética de una mujer”, sutil distinción quizá, pero importante para justificar la forma en que he de exponer el tema.

Estamos en un círculo erudito en literatura, gente que incluso conoció a la Zamudio, para quienes son conocidos los detalles de su vida y de su obra. Pero también hay en este auditorio personas de otras disciplinas que no tienen obligación de conocer pormenores y por jóvenes estudiantes para quienes, por distancia en tiempo, Adela Zamudio es sólo un autor consignado fugazmente en los programas de literatura.

Seguramente las nuevas generaciones –que ahora se ajustan entre brevísimos períodos, dados los veloces cambios de toda índole en el mundo– encuentran lejanas para su gusto e interés las obras escritas en el siglo pasado. Los jóvenes conocen y entienden, captan, más que nosotros posiblemente, las del actual boom internacional. El mundo se ha prolongado a esferas extraterrestres; pero la Tierra se ha encogido también a una dimensión más al alcance de los ojos y de los oídos desde la pantalla del televisor o el próximo kiosco de libros. Otro es el tiempo y otro el gusto.

A nosotros, más que una tesis estricta, nos interesa actualizar figuras importantes en la historia boliviana, aun si ellas no hubieran alcanzado importancia universal.

Eso pretendo hacer en esta oportunidad, aunque ya de la Zamudio se han ocupado importantes críticos.

Empezamos por un hecho insólito: en 1920 se corona a una poetisa. Un poeta y, por añadidura, mujer.

En Bolivia se había coronado a Rosendo Villalobos, el mejor de su generación, es cierto. Pero Villalobos es hombre y ha ejercido la presidencia de la Cámara de Diputados, ha sido prefecto de La Paz y, en cuanto a su vida personal, más bien fue la circunstancia propicia para producir “ocios crueles”. Crueles, porque siempre es cruel la angustia del poeta, pero al fin ocio. Ocio fecundo, en medio de una sociedad de afines ideas, entre colegas que lo admiran y aceptan, y a quienes Villalobos orienta, desde las reuniones semanales que celebra en su casa.

En cambio, esta vez se consagra a una mujer que sólo ha ejercido el magisterio escolar, tan humilde y hermoso como lo es el magisterio de la Poesía, que es traspaso de una cifra para sumarse al Todo.

El espíritu, el soplo divino no se improvisa para cada ser que nace; ya era y estaba en busca de arcilla en que morar; y no perece.

Ha debido intuirlo la Zamudio cuando dice en la última línea de su “Epitafio”:

Lloradme ausente, pero no perdida

El nacimiento de Adela Zamudio está destinado al 11 de octubre de 1854 en Cochabamba. Cochabamba ha sido, y sigue siendo, corazón palpitante de estas tierras, valle frutal del pensamiento, y está bien para que allí llegue la poetisa que justifique su renombre.

Su padre es el ingeniero don Adolfo Zamudio, de familia vasca en sus orígenes y, a través de Argentina, llegada a Bolivia. La madre, doña Modesta Rivero, viene de antepasados del antiguo Reino de Navarra que luego se avecinan en Madrid y después, vía Lima, llegan a La Paz. Así que por línea materna Adela Zamudio es paceña; circunstancia que explica ese juego entre el lirismo valluno, pintoresco y melancólico, y la virilidad del acento altiplánico que se advierte en la voz y en la conducta de la Zamudio. La Paz es cumbre austera, multicolor, monotonía. Cochabamba ondulante colina en verde y rosa. El cielo de Cochabamba tiene calidad de seda; el de La Paz consistencia de vidrio. Se han conjugado, pues, rumor y canto, queja y crujido en la sangre de esa mujer.

También ponen matiz en su obra los paisajes en que vivió Adela de niña. La ciudad minera de Corocoro, los valles de Caracato en La Paz; después Corani, región subtropical en Cochabamba.

¿Habrá también influido el nombre elegido entre los cinco con que la bautizan? “El nombre es presagio”, aunque no siempre se cumpla: Paz - Juana - Adela - Rafaela. El del arcángel tal vez le cuadre, pero Adela quiere decir “nobleza”. Con él ha de distinguirse.

La niña llegada como un regalo, crece en apacible hogar. Tiene hermanos, hermana. Comparten alegrías de la infancia; en un Beaterio aprenden a deletrear, repetir el sonsonete de las tablas aritméticas. Adela, la niña de ojos y cabellos claros observa, asimila, comprende. Va haciéndose concentrada, meditativa y, de pronto, a los diez años, escribe sus primeros versos. Es –como llama Augusto Guzmán al primer momento de su reproducción– su cantar de “alondra mañanera”. Y seguirá cantando espontánea, simplemente hasta que la adolescencia, esa primera encrucijada, ponga en sus hombros delgados un temblor de anhelante expectación.

La acechaba la desazón innominable que en el alma sensible es melancolía y ansiedad; y en la inteligencia clara, descontento y rebeldía. Entonces la socorre la mano férica de la poesía. Ella ha de condenarla y, a la vez, redimirla del dolor de crear.

Empiezan sus versos que circulan en hojas de álbumes y en veladas familiares. “Tú que te llamas Soledad y cantas, paloma oculta en el paterno nido…”

Adviene Soledad, seudónimo premonitorio que oculta o desvela a un espíritu ya tocado por la Poesía.

La soledad que está en la esencia misma del hombre, como un acorde clave que no se rompe y apenas se apacigua al desdoblarse en el arpegio de la solidaridad. Dice Man Césped, justamente hablando de la Zamudio, “la soledad humana es el vacío lleno de uno mismo; es un yo colmado de personalidad. La soledad es el infinito, el vacío lleno de grandeza”.

Ese vacío sólo habita el silencio, la voz de Dios, el misterio que son la sustancia de la poesía. Esa sustancia ha de llamar a su materia afín, y esa materia ha de modelarse en forma de poemas que serán sustento y estallido de su vida interior.

Si esta soledad metafísica tortura el alma, también la Zamudio, por la contextura de su carácter genuino y sin dobleces, por su mentalidad de avanzada, está sola, peregrinando incomprendida en el mundo exterior.

Estas líneas son una confesión:

Un alma delicada
entre esta multitud se halla tan sola
como pudiera estarlo en un desierto.
Soñar una región más elevada,
amar un ideal y resistirse
a festejar este sainete humano…
asfixiarse en el aire nauseabundo
de un bajo, estrecho y miserable mundo
es ser maldito, odiado, escarnecido..
Se llama rebelde y renegado…
Yo no puedo, no puedo
ponerme la careta del engaño…

Y en la composición titulada “Poeta”, dice:

Hay en su pecho un fuego misterioso:
el fuego de la idea.
La idea, el sentimiento sublimado
que en el cerebro la razón condena
y en el radial de la palabra brota…
Crepitación de un alma hecha pedazos
sangre del corazón
eso es la idea

Con una mente así, sangre del corazón, no ha de bastar más a la adolescente:

un sol de primavera
sobre la seda fácil y florida
tal ese mundo al despertar.
Aurora bendecida en que bastaba
para marchar serena
pensar que ser feliz era ser buena! …

Ni ha de bastar a su rebeldía intelectual la apacible tarea femenina. No niega ternezas en el hogar, pero las flores de lana quedan a medio bordar en el bastidor; quietos los palillos de tejer. Ella teje sueños, urde un maizal para el nuevo pan de todos. Está inquieta y busca fuera y dentro de sí misma. Medita mientras camina o va a caballo por las huertas. Se concentra en el ajedrez, colecciona mariposas. Se refugia en el arte. Toca la guitarra, pinta; goza y sufre. Observa y quiere comprender las leyes supremas del Universo. Y en esa búsqueda pertinaz pasa los fríos de la inconformidad y dice a sus veinte años:

…aunque es joven mi frente todavía
yo también siento el corazón helado…

Tal vez la poetisa adivina que se acercan los sucesos graves. Ella que vio crecer la yerba mansa y sin apuros, ha de ver caer los viejos troncos. Cambian la vida y la fortuna. “El padre está muerto, la casa vendida”, diría Campero Echazú, “y el molle coplero de notas de pájaros convertido en leña”.

Ha terminado el canto de la “alondra mañanera” y empieza el zureo de la “paloma vesperal”. Ya no es la melancólica Soledad joven; es la preocupada mujer de cuarenta años que dice:

Horas mortales ha pasado el alma
después se ha hundido en indolencia triste
después conformidad y después calma…

Plena de voluntad firme, de ideas lúcidas y de experiencias es profesora de escuela, como la Mistral. Las dos han sellado el secreto de algún grande y único amor perdido y nunca reemplazado; las dos madres intelectuales volcaron su instinto en hijos ajenos.

(Pero amarga debe de ser la canción de cuna que no se canta)

Doña Adela enseña el abecedario, no sólo el gráfico, sino también el que inicia en los permanentes valores de la conducta, la moral y la belleza.

Por eso, junto a la escuelita municipal, establece un taller de dibujo y pintura para niños. Este le importa acaso más que la similar Academia que también fundara para señoritas de sociedad. Aquél da los medios de expresarse al niño que es siempre creador y es siempre poeta. Dibujar, pintar, da alegrías a esos chicos de suburbio. Aquella Academia es buen sucedáneo del pasatiempo insulso, la charla vana, las devociones religiosas rutinarias. Eso pensado y queriendo sustituir lo insustancial y falso, con un nuevo concepto más elevado de su sexo y de su misión en las mujeres, también había fundado un grupo que hubo de dispersarse pronto; pues la insignia, una escarapela roja, provocó en las madres desconfianza de los buenos propósitos de la Zamudio. Los prejuicios y la chatura del ambiente de entonces no admitían persona ni institución por muy cristiana que fuera, si no era católica y autorizada por el clero. Así las cosas, de profesora municipal pasa a ser Directora de Escuela Fiscal de Señoritas. Es el campo en que ha de poner en ejecución sus ideas pedagógicas, su criterio sobre la conducta, luchando con su palabra, con su pluma.

Los frutos de esta dirección, invisibles entonces, son seguramente las alumnas, o hijas de ellas, que han llegado a ser en Bolivia ciudadanas sobresalientes.

Terminada su jornada magisteril, ya la tiza en el pupitre, ya no negro el pizarrón e iluminadas las caritas sucias de los chicos, o alerta la conciencia de las muchachitas, doña Adela fatigada, tal vez triste, vuelve a su modesta casa en donde está sola; los padres y hermanos, muertos, la hermana en su propio hogar. Tal vez allí compuso su “Oración”:

Lirio de Nazaret, flor de los cielos,
lucero de la tarde,
yo te saludo al declinar del día!
Ruega por los humildes pecadores,
alivia sus miserias y dolores.
Santa Madre de Dios y Madre mía…

Y se pondrá a regar sus macetas, acariciar las orquídeas, colgadas del viejo alero del corredor; y después, con el recuerdo de los muertos y la esperanza para los vivos, irá a su mesa de trabajo, a sus propios papeles, unas hojas grandes, rayadas con firme y austera caligrafía, para volcar en ellas toda la sangre de su alma. Cartas familiares, tiernas y aleccionadoras; anotaciones prolijas de sus deudas, o de los dineros que recibe; algún conmovedor encargo personal para después de su muerte.

En esa mesa, no muy grande, redonda, ha debido también escribir su obra pedagógica, tan meditada, y adelantada a su tiempo: Libro de Lectura para niños; Rondas infantiles; ingeniosas lecciones sobre las plantas: La Mosca, La abeja y el Moscardón, su pieza teatral Criterio de Autoridad, en que los actores son animalitos de diversa jerarquía. Allí también Memoria de una Directora, Ortografía Quechua, sus conferencias desafiantes a la tradicional educación de las mujeres. Quizá de esas horas que seguían a sus escritos didascálicos brotaría esa sutil seguidilla que tiene más fuerza que una arenga sufragista, “Nacer Hombre”:

………………………………….
Si alguna versos escribe,
de alguno esos versos son,
que ella sólo los suscribe.
(Permitidme que me asombre).
Si ese alguno no es poeta,
¿por qué tal suposición?
¡Porque es hombre!
Una mujer superior
en elecciones no vota,
y vota el pillo peor.
(Permitidme que me asombre)
Con tal que aprenda a firmar,
puede votar un idiota,
¡Porque es hombre!
(…)

Y pasa los días en ese bregar contra la incomprensión. Doña Adela, perspicaz observadora del alma y la conducta humana, va recogiendo experiencias que, si la hieren, no la hacen reaccionar con la infecunda violencia de sus adversarios que van surgiendo. Escribe más bien sus cuentos, sus novelas cortas, artículos de prensa, con humor, con talento, en lenguaje ceñido; es una manera de purgar propios conflictos y amarguras, señalando los defectos del ambiente.

Sesenta años han arado su frente.

Ya se la conoce por sus libros Ensayos Poéticos, publicado en París en 1887; Ráfagas, en Buenos Aires el mismo año; Íntimas en La Paz, 1913; pero más quizá por versos que canta al pueblo, tal el volandero cuarteto que empieza: “Soy el cisne que canta doliente…” y por aquel otro alegato lírico endecasílabo vibrante “Quo Vadis”:

………………………………………………..
Allá en los templos donde el culto impera,
¿qué hay en el fondo? O lucro o vanidad.
¡Cuán pocos son los que, con fe sincera,
te adoran en espíritu y verdad!

………………………………………………..
La Roma en que tus mártires supieron
en horribles suplicios padecer
es hoy lo que los Césares quisieron:
emporio de elegancia y de placer.
Allí está Pedro, el pescador que un día
predicó la pobreza y la humildad,
cubierto de lujosa pedrería
ostenta su poder y majestad
(…)

El prestigio de Adela Zamudio se actualiza al entablarse una polémica. Vale la pena citar el incidente relatado por Augusto Guzmán en su fundamental Biografía de la ilustre mujer.

La Liga de Damas Católicas, con fines de beneficencia, hace representar en función de gala La Mascota y la Viuda Alegre, por niños pequeños que interpretan personajes abyectos, borrachos, libertinos, con asombrosa maestría. La educadora Zamudio publica su desaprobación; tal actuación es un atentado contra la dignidad y la orientación moral del niño. La protesta alborota el ambiente pechoño de la ciudad. Las opiniones, orales y por la prensa, se cruzan exaltadas. La Liga, auspiciadora de la velada, culpable pero reacia a admitir su desacierto, recurre al amparo clerical. La controversia repercute en Sucre, Potosí, Oruro, La Paz, enfilando partidarios para uno y otro bando. Termina el acre asunto que por el momento ha sacudido los ánimos con la adhesión de los máximos escritores de entonces a la educadora. Rosendo Villalobos, Tamayo, Reynolds, Finot, Bedregal, Raúl Jaimes Freyre y otros le envían una carta y una pluma de oro.

Un centenar de firmas ratifican su simpatía a la Zamudio.

Por su lado, las ofendidas señoras obsequian con una joya y un tarjetón a su Paladín, el futuro obispo de Cochabamba.

Estos hechos marcan a la Zamudio como una precursora de la educación y las nuevas ideas; pero también con el entonces estigma de liberal y libre pensadora. Calificativos los últimos que, añadidos a los dolores que ha sufrido doña Adela por la muerte de sus seres amados, le acarrean penurias, incomprensión, pobreza y agravios. Ve en aquel clarinazo un peligro, no tanto a las ideas como a la muelle manera de vivir.

De 1913, fecha de la polémica a golpes, se ha decantado la personalidad de la maestra que empieza a vislumbrar ya los frutos de su visión augural hacia el nuevo destino de la mujer.

Audaz ha sido y hasta ha debido parecer diabólica cuando, henchida de dulzura y de nuevos vigores jesucristianos, recibe los anatemas por su admonitorio verbo renovador.

Así, de Adela Zamudio, el paso llano que no es tal, sino marcha fecunda que desbrozó los estrechos senderos por los que atravesaba la sociedad de su tiempo.

Es 1915. Llegada está la hora del recuento y del desagravio. Dolida y luminosa, la Zamudio, a los sesenta años se alza como un nardo entre malezas.

Hay un paréntesis de calma, quizá de alegría. Los poetas le han nombrado “Mantenedora de los Juegos Florales” convocados por el Círculo de Bellas Artes de La Paz, máximo centro cultural del país. Doña Adela, que desde su niñez nunca había salido de los contornos de su ciudad, emprende viaje, acompañada por su sobrino, en diligencia tirada por mulas, para tomar el tren en Arque. En el trayecto la agasajan los escritores, el pueblo, le ofrecen un banquete en Oruro. Apoteósico recibimiento en la Estación de La Paz. Sus parientes, la familia Gamarra Sainz Rivero, la aloja en su casa de la calle Rosendo Gutiérrez 386. La sociedad toda la rodea de admiración y cariño. Doña Adela que es aristocrática en el fondo, ha de gustar de aquella fiesta evocadora de trovadores, bardos y Corte de Amor.

La noche de los Juegos Florales, el Teatro Municipal brilla con rutilante araña de luces, flores y engalanado público. El poeta José Eduardo Guerra, luciendo la Banda del Gay saber, conduce al trono a la joven Reina Elena seguida de sus doncellas y caballeros, cuando el Jurado invita a la Mantenedora, doña Adela se levanta; espera a que termine el clamoroso aplauso y, con voz serena, pronuncia un breve discurso. Aquí un párrafo:

La vida… sujeta a leyes recónditas… obedece a leyes comparables a la existencia vegetal. Cuando ésta llega a su desarrollo, se dirige a un punto privilegiado del ramaje y en ese punto, la que debió ser hoja entre otras mil, atormentada por exceso de vida, se contrae, se retuerce, palidece, se enciende luego y acaba por desplegarse transformándose en flor. Así es el poeta. Su genio es la brillante floración de un pueblo, de una raza.

Una ovación anticipa la gloria de aquel momento al que aludí al empezar: la Coronación de 1926.

Los años han pasado desde su, quizá, última alegría. Soporta ahora las miserias humanas: envidia, mezquindad; no le pagan su salario de jubilación; la han desplazado cobardemente de su cargo. La sociedad cochabambina, que la recibiera triunfante a su retorno de La Paz, ahora se ha volcado contra ella. Esta otra vez sola, sola.

“Se tomó su entereza por maldad; su rigidez de maestra, por crueldad; su amor al estudio, por chifladura”.

Es que el resplandor espiritual de Adela Zamudio eclipsa a los que, demasiado cerca, miran desdeñosamente en ella al ser agobiado. Pero su luz es estrella de Belén para los que, a distancia, serenamente, la ven anunciadora de justicia.
Todos en el fondo reconocen, saben que Adela Zamudio es la obra máxima de la literatura nacional hasta el advenimiento de Ricardo Jaimes Freyre.

El reactivo infalible del tiempo ha grabado firme y neta la figura de la que asomara bajo el pseudónimo de Soledad.

Los intelectuales quieren que se haga el máximo homenaje a la Zamudio. El presidente Hernando Siles, además intelectual, acata jubiloso la voluntad del pueblo.

Cuando Adela Zamudio se entera de que quieren coronarla, se sorprende; hace tiempo que se siente desfallecer y dice penosa: “Se acuerdan de mí cuando estoy casi cadáver”.

La familia la conforta y anima. Alguna fiel amiga observa que la casa es muy modesta para tal evento y le ofrece cortinados, alfombras, candelabros. Doña Adela rechaza: “Mi casa no es un escenario”.

Pero no importa al caso lo que ella siente en su calidad de frágil ser humano.

Han de ungirla como a Poeta.

La Zamudio ha debido vacilar antes de aceptar el homenaje ofrecido al que no aspiraba, pues cuanto ella había hecho en su vida consideraba un deber, no un mérito. Pero a veces hay más generosidad en recibir que en dar, ¡más humildad en aceptar que en rechazar!

Se le comunica oficialmente. Llama entonces a su amigo Juan Francisco Bedregal, en famoso telegrama: “Van a coronarme. Su presencia confortárame en tan duro trance”.

Lacónica frase que puede servir de clave para descifrar la actitud vital de la preclara escritora.

Una crónica que leí en casa de Rodolfo Torrico Zamudio, celoso guardián de los papeles de su ilustre tía, relata los episodios de la Coronación.

Doña Adela, austera, vestida de negro, pechera y cuello de encaje blanco, a las tres de la tarde en la Plaza Mayor recibe la consagración popular. Luego será el acto oficial en el Teatro Achá. Autoridades, diplomáticos, delegaciones de instituciones ingresan ceremoniosamente. Doña Adela a su palco. Después de los discursos, ofrendas, lectura del Decreto; acompañada siempre de Bedregal, pasa al escenario y ocupa su sitial. La mano presidencial –del doctor Hernando Siles– coloca con elegancia, en la cabeza encanecida de la Zamudio, una guirnalda de oro ceñida a la nuca con un pequeño lazo. No es corona imperial; es rama de laurel en fruto. La poetisa agradece sólo con un largo, emocionado callar.

Después de la ovación, nuevamente la plaza; desde el balcón prefectural recibe la adhesión de federaciones obreras, estudiantiles. Las mujeres la llaman “redentora espiritual de la mujer”. Los festejos se prolongan hasta la noche en la ofrenda de los poetas llegados de toda la República. Para la Zamudio, esa velada es el laurel vivo a su corazón.

La crónica mencionada trae una larga nómina de los personajes que rinden pleitesía a la poetisa.

Figura en los recortes la felicitación de Juana de Ibarbourou al mandatario boliviano por el gesto hasta entonces único en América; los discursos y artículos de sus contemporáneos. Flores, laudes, cornucopias…

Y después, días después, semanas, después, volverá el silencio, preludio al final silencio de 1928 en que “vuela a morar en ignorada estrella…”

Amargo le ha debido ser el oficio de vivir y el imperio de escribir.

En la cima de un monte solitario
termina mi calvario,

…………………………………..
Desde allí vuelvo la mirada
y en un abismo de dolor me pierdo.
En las nubladas ondas del olvido
se despierta la voz desconsolada
del Ángel del recuerdo.

Ha vivido, pues, en la última mitad del siglo XIX; grandes cambios ideológicos han empujado a su final al Romanticismo europeo. América, aislada, recibe apenas ecos tardíos de los acontecimientos, pero no puede menos de percibir un sacudimiento impreciso que la perturba. América, que no podrá ni deberá desechar su raigambre indígena, ha capeado el bifronte huracán de la conquista. El mestizaje tambalea entre su cultura original ajena a su esencia más oriental que occidental. Hasta su lengua está indecisa entre el idioma aprendido y el cause mental de su expresión.

Bolivia, al igual que casi todo el continente, es tablado para pendencias internas y afronta cruenta guerra con el vecino. Un espíritu como el de la pensadora Adela Zamudio tiene que ser, consciente o inconscientemente, no sólo antena sensible, sino pararrayo de las conmociones. De por sí, el poeta es profeta menor, augur del sentido universal; cómplice, testigo, denunciador de su tiempo. Y si el poeta es la mujer, temida por las timoratas, cercada por el rechazo masculino; tachada de rebelde si escribe con ideas y de majadera si lo hace con ternura, su posición es aún más dramática.

Es difícil adivinar cuánta densidad de amor necesitó en esas circunstancias para crear sus poemas y no quebrantar su personalidad.

Tuvo, seguramente, que plegar a ratos sus verticales alas al modo conciliador de las del ángel guardián para que sus plumas no rozaran siquiera los rayos de los hombres y para no perturbar tampoco la susceptibilidad femenina.

Y, sin embargo, rozó y perturbó. Más en una altura que la libera y engrandece en el cielo literario hasta llevarla a la consagración, que ella califica de duro trance. No suceso natural, resultado de su trayectoria lírica y humana. No acontecimiento revestido de júbilo. No. Un trance. Inesperado, forzoso al que el destino la enfrenta. Tampoco lo llama arduo. Ella es “mujer de espada” como la proclama, embozado en su capa, Juan Capriles. No la arredran las dificultades. Muchas ha vencido ya. El trance es duro. Calidad de materia, resistencia al tacto.

¿Cómo resolvió la Zamudio el duro y permanente trance de su vida? Como poeta: haciendo de sus dolores, canto; de sus derrotas, heroísmo; de sus dudas, afirmación de fe. Y todo eso, en el filo de su pluma.

Habrán de llenarse páginas y páginas que respondan a sus meditaciones. La Zamudio parece siempre acosada por las preguntas sobre el hombre y su destino –casi un existencialismo–, sobre los valores humanos, amor, justicia. ¿Encuentra las respuestas? Las ignorará siempre. Las formula, sí, poéticamente, en nuevas preguntas. O las detiene contemplando la naturaleza, que ama hasta hacerla casi panteísta. Está siempre en el juego trágico del escritor que quiere asir con el verbo lo inefable.

Aquí, forzoso un paréntesis para situarla en su estilo, o modalidad.

Romántica es, sin duda; pero no se asocia a esta designación la gemebunda musa que nunca lo fuera más varonil que en Adela Zamudio, con su fuerza, no obstante su triunfal feminidad. Es romántica; y el Romanticismo está pleno de humanas fuerzas y de profundas vivencias. Pero clásica es la estructura de su carácter entero y sin piezas, y clásico el trazo de su pluma. De ahí las aparentes contradicciones de su estilo. No veréis su nombre consignado entre los exponentes del Modernismo o del versolibrismo y sin embargo, sus versos tienen la vigencia permanente de lo auténtico.

Sin embargo, precursora es. Y no se confunda la obra de la Zamudio con la de sus antecesores. En la de ella hay más pensamiento, humanidad, equilibrio, sobriedad. Si con alguno podría encontrársele cierta analogía, es con Nataniel Aguirre en su novela Juan de la Rosa, por las circunstancias de ambiente en que vivieron ambos escritores. Y en cuanto a su ideología liberal, habrá que reconocer que en Bolivia el Liberalismo –tan internacional como el Comunismo o el Socialismo– aparece como doctrina con una tendencia más nacional, desde el subconsciente quizá, que el moderno Nacionalismo.

El Romanticismo literario es el paralelo del liberalismo político.

La literatura propiamente nacional, inclusive la indigenista, aparece con el liberalismo de la que la Zamudio es una característica expresión.

Su situación la ha puesto acorde con el pulso de su tiempo más allá de sus fronteras. Ha leído los clásicos y ha estudiado, aunque esquive los alardes de erudición, ni haga siquiera citas mitológicas. Usa todos los recursos retóricos y todas las formas de versificación.

Mas esto no importaría, ya que el criterio poético debe aceptar cualquier forma, pues la calidad del poema está implícita en su esencia y contenida en las palabras, o sea en su materia. No puede decirse que los poemas sean modernos o antiguos precisamente por su forma. Habría más bien que buscar su contenido.

Los temas empleados por la Zamudio responden auténtica y sinceramente a sus preocupaciones, a las motivaciones que le va presentando el ambiente. La forma de versificar corresponde también al tema por su musicalidad cuando es subjetiva; por el clamor combativo cuando impreca; por el tono menor cuando se queja; por el equilibrio cuando narra; por la gravedad cuando pregunta.

A las líneas ya citadas de la autora añadiremos otras que ilustran sus formas literarias y su preocupación intelectual.

¿Quién al confín del infinito alcanza…?
El alma sigue su destino
por la ruta inmortal de la esperanza.

La envoltura de polvo se derrumba,
pero morir no es detener la marcha.
sólo es dejar el terrenal ropaje
para seguir el misterioso viaje.

Silencio… hasta encontrar
una región propicia
en que se expliquen a la mente humana
los arcanos del bien y la justicia.

En composiciones menores traslada sus visiones objetivas al reflexionar sobre la vida. De “La Violeta”:

Hay una flor pequeña y delicada…
brota en un suelo desolado y triste
sobre la tumba de las otras flores.

Así cuando se secan en la vida
las flores de pasadas ilusiones
cayendo sobre el alma…
el hielo de las duras reflexiones,
aun en el corazón más destrozado
se abriga una esperanza.

Bendita la clemencia del Eterno
que nos deja una flor en el invierno
y en el dolor nos deja una esperanza.

Pregunta por Dios:

¿Dónde estás, Dios?
¡Responde al pensamiento del alma
que la implora dolorida!

En un estudio sobre la poetisa, dice Humberto Vázquez Machicado: “Si juzgamos la religión como posición del espíritu frente al eterno problema, insoluble problema del ser mismo… entonces Adela Zamudio fue profunda y esencialmente religiosa”.

En estos octosílabos asoma un perfume místico teresiano:

Dios de bondad y clemencia,
dale a mi alma un aliento,
un rumbo a mi pensamiento
y un destino a mi existencia…
dame placeres y amores.

Señor, antes que me muera
anima mi ser helado.
Goce lo que no he gozado
y, al menos, habré vivido
aunque llore el bien perdido
después de haberlo probado…

Pareciera que todo está para dañarla, hasta la dicha. Es que su musa está tocada por la espina del pensamiento. José Eduardo Guerra atribuye el desconsuelo que encierran varias composiciones de Adela Zamudio más que al prurito sentimental y lacrimoso que aquejaba a los poetas del pasado siglo, a la angustia filosófica de un espíritu en pugna con la chatura del ambiente y la injusticia social.

Y la felicidad, “esa grande y casi pavorosa palabra felicidad”, esta frase dicha por ella en un requerimiento pedagógico, la hace dudar en un poema:

¡Ser feliz! ¡Ser feliz!
¿Es este el gran secreto del destino?

No sólo angustia, dolor personal que la hacen cantar. En su niñez ha visto seres humillados, animalitos heridos. Dice:

Yo que en plácida morada…
por la ventura halagada…
encuentro la vida triste viendo al hombre padecer
tanta miseria y quebranto,
pago el tributo de llanto de todo terreno ser.

Esta preocupación por la injusticia cósmica, la desigualdad racial, está aún más reforzada en sus cuentos. Entre los publicados en La Paz en 1943, casi ninguno alude el problema que emana tácito de las narraciones.

A propósito de su obra narrativa, además del contenido y la intención siempre noble, hay que apreciar la observación certera de personajes y situaciones. Hay humor, ternura, protesta sin estridencias en sus novelas cortas y en sus cuentos, realizados además con cabal dominio del idioma, buena técnica en el difícil género. El lenguaje de la prosista es ajustado con sólo la necesaria dosis de retórica para darle agilidad y gracia.

Volviendo a sus inquietudes acuñadas en verso, insistimos en su preñez filosófica, meollo vital. Siendo muchos rebeldes, poesía social y revolucionaria para su tiempo, no emplean la fraseología destemplada que quita calidad estética a este género.

Las comparaciones, alegorías, metáforas, descubren su intención.

Sigamos con algunos textos, este de metro quebrado es amargo:

La vida es un gran baile
en que todos los hombres
usan disfraces.
Baile en que toma entrada
todo el que nace.
Y en bailando
las horas y los años pasan volando.
Nuestra alegría es traje de fantasía.
Cada careta esconde
alguna pena grande y secreta.
Toda la tierra
no es más que un gran teatro
que no se cierra.

Casi siempre confronta la experiencia temporal frente a los objetos y el paisaje con estados de ánimo, con lo subjetivo.

En otro tiempo a estas horas
Te sentía – dulce y bendita alegría…
bajo el firmamento azul…
Hoy ese azul tan intenso
parece el abismo inmenso
en cuya eterna extensión
una tras otra volando
se perdieron
las almas de los que fueron,
seres que amó el corazón…
Todo alumbra diferente
el mismo rayo de sol

La Zamudio trata el paisaje con plasticidad, colorido y sonoridad. En el extenso poema religioso “El Misionero”, escrito en octavas reales, están pinceladas de la geografía boliviana y en estos de “Nubes y vientos” se afirma lo que mencioné de las formas del verso:

………………………………………………….
Turbión de agua y viento que arrastra en sus giros
ramajes y flores, guijarros y arenas,
y en pocos instantes, sembrando el desorden,
trasforma la escena.

Flexible y gozosa se entrega a su impulso
la inquieta arboleda,
y molles y sauces ensayan la danza
tendida a los aires la gran cabellera.

…………………………………………………….
Y el viento, aturdido, con risa estridente,
responde a sus quejas;
y en tanto en la nube que entolda el espacio
retumba la orquesta.

……………………………………………………….
Tal es ¡oh misterio! la ley de la vida
que todo renueva,
que el viento y la nube son fuerzas que a un tiempo
destruyen y crean.

……………………………………………
¡Ah! triste el destino que cupo a las flores.
Felices las piedras,
felices las rocas que ignoran la vida,
que sienten apenas.

En las muestras debiera consignarse su poema narrativo “Loca de Hierro”, que el citado Guzmán considera su obra maestra: “Escalofriante pieza psicológica que, por su excelente ejecución, nos recuerda al teatro griego de las tragedias, el ibseniano y los poemas de Poe. Pero sería materia de prolija lectura. Una cita completa no da idea de los alcances de este poema”.

Lo mismo podría decirse de su novela epistolar Íntimas, de sutiles conflictos amorosos. Esta pieza tuvo apenas tibia acogida entre los contemporáneos, lo cual no resta valor a la obra sino a la capacidad de los críticos.

Tampoco cabe aquí más que mención del género teatral, del que se valió con ingenio e ironía para tratar de señales, vicios y mentiras convencionales, y educar a la gente. Sí, tratar de educar fue otra de sus preocupaciones, no por afán pedagógico escolar, sino como una problemática social y abrir brecha hacia nueva, más auténtica y justa conducta religiosa, moral. Prueba, la polémica de marras.

Casi a punto de terminar, es insoslayable insistir en unas líneas de “Quo Vadis” que dan la tónica de su posición mental y de conciencia, y también de su romanticismo liberal.

……………………………………………….
Las antiguas barbaries que subsisten,
sólo cambian de nombre con la edad;
la esclavitud y aún el tormento existen
y es mentira grosera la igualdad.

¡Siempre en lucha oprimidos y opresores!
De un lado, la fortuna y el poder,
Del otro, la miseria y sus horrores;
Y todo iniquidad… Hoy como ayer…

……………………………………………….
¿A dónde vas, Señor?

¿Por qué no pensar que este poema haya podido ser, así, lejos, perdido en la ignorada Bolivia, un germen para la transformación positiva que persigue hoy la Iglesia? Hay una proyección social en lo que se escribe. La palabra, y más si es poética, mata, resucita y crea en insospechados y múltiples espacios. Y, claro está, que tal proyección es más válida cuanto mayor intensidad de vida espiritual pone el hombre en lo que escribe. Tanto más perdurable será también así la obra.

La misma pregunta de ¿quo vadis?, con relación a la Iglesia, podría hacerse de “Nacer Hombre” con la situación actual de la mujer. Ya nadie va a pensar que: “Si alguna versos escribe, de alguno esos versos son / que ella sólo los suscribe”.

A lo largo de las citas también he querido insinuar la posible veracidad de que la vida de la Zamudio, exprimida en versos o en buena prosa, ha sido un permanente “duro trance”. Quizá la súbita diadema de laureles encubría la corona de espinas, clavada lentamente en las sienes pensadoras, sentidoras de Soledad. Me acerco con devoción a su memoria.

Adela Zamudio, en el crisol y en el combate, por la acción y la idea, llena con su luz propia, fuerte y dulce, un tiempo, una época interesante en la historia de nuestra cultura y en el amanecer de una conciencia colectiva.

Una maestra hubo de ser quien abriera nuevo sendero en las letras bolivianas. Y, en otros sentidos, es también una precursora cuando – espíritu apostólico– derrama sus claridades y despierta, con su crítica aguda y vivaz, la conciencia al nuevo concepto y a la nueva actitud vital en el individuo y en la sociedad.

Ese ser, más bien frágil de contextura, labró con su palabra y su conducta el friso más alto donde anida la esperanza.

Desde allí, Adela Zamudio sigue brillando con la triple grandeza de poeta, de maestra y de mujer.

Señores de la testera, respetado y querido público: he cumplido con el ritual de la Academia. Pero mi conciencia no está tranquila. He hablado de literatura, he dicho poemas, palabras bonitas quizá.

Pero lo que tengo en la garganta es un grito. Las Academias pretenden enseñarnos a bien hablar. Pero el grito es siempre desgarrado.

Los problemas humanos de la Zamudio son los mismos de todo ser. Pero son los mismos en cada tiempo. Ella vivió en un tiempo idílico; nosotros en uno catastrófico.

¡Guerras! Las hubo siempre; pero no arma atómica, ni campos de concentración, ni refinadas torturas; ni desprecio a la dignidad humana, al punto que hoy. ¡No había Biafra!

En tiempo de la Zamudio se viajaba en diligencia tirada por mulas. En nuestro tiempo se escapa en cohetes supersónicos. La tierra se ha vuelto un puño; un puño presto al golpe.

Ya no hay tales palomas mensajeras. Noticias veloces –veneno diario del alma– nos hieren por insulsas; nos hieren por crueles. No nos interesan los cisnes melancólicos. Nos duelen los pájaros y peces muertos por millares en el petróleo vertido en el océano.

El dolor de cada hombre es el dolor del mundo. Un hombre no es la colectividad.

La Zamudio se subleva en su tiempo, al ver haciendo en teatro papel de viciosos a los niños. Y ¿qué hacemos nosotros sino sufrir viendo a los jóvenes, no en teatro sino en la vida, buscar alegría (¿alegría?) en la marihuana? Buscar alucinaciones, no ilusiones.

¿Somos culpables? El “duro trance” de la Zamudio en Bolivia era comprensible antes de la Guerra del Chaco. Otro es hoy nuestro dolor. Su melancolía resulta flor de salón. Nuestra angustia es cardo de plaza pública, de mina, de suburbio.

Ya no, señores míos; el mundo de ayer es ya de anteayer. Los problemas de ayer son fútiles en este mundo en fuego frío y caliente.

Adela Zamudio fue precursora. Ahí su mérito mayor. Ya se ha liberado la mujer. Ya los religiosos alzan en su mano y comulgan el pan ganado cada día. Pero queda todavía la injusticia. El hambre de tres cuartas partes de la humanidad. La emulación. La crueldad creciente en la medida de la perfección de los instrumentos que inventa el genio, la soberbia, la ambición.

Tomemos la espada de la Zamudio y levantémosla en signo de paz. Mejor: ¡rompámosla! No espada queremos ya. ¡Sino amor! Auténtico Amor, no simulacro.

Que el amor nos enseñe la palabra justa, misericordiosa, constructiva de un mundo más humano.

Y seguro que, si brota sincera, esa palabra ha de ser la más bella en el lenguaje del hombre y la más correcta para los cánones de la Academia.

Publicado en el Tomo I de Ensayo, Obra Completa de Yolanda Bedregal. Plural Editores. La Paz, mayo de 2009. P. 185-207.

(Nota) El presente reúne dos documentos, a saber, el publicado en El Diario (15 de julio, 1973) y que como la misma nota indica, recupera solamente las partes introductoria y final de este discurso: “La Academia Boliviana de la Lengua incorporó a su seno, por primera vez, a una mujer. El hecho es significativo por la personalidad de la flamante académica, de extendido y brillante historial en la cultura del país. Poetisa y novelista, justamente galardonada, su obra ha traspuesto las fronteras nacionales por la jerarquía de sus creaciones. Del extenso y medular trabajo que le sirvió de tesis de ingreso, publicamos a
continuación el proemio y el epílogo, emocionada evocación del padre de la escritora, el insigne Juan Francisco Bedregal, cuyo sitial ocupa ahora la hija de sus predilecciones. El académico Walter Montenegro, designado para cerrar el acto solemne, leyó una pieza de entrañables reminiscencias y elevados valores literarios”. En cambio el Mec. Escritos varios C8-91 corresponde a –lo que se podría llamar– el cuerpo del discurso. De este modo, se tiene la versión completa de cuanto dijo Yolanda Bedregal en su discurso de ingreso a la Academia Boliviana de la Lengua. Se puede colegir, entonces, que la fecha de ingreso de Yolanda Bedregal a la Academia de la lengua fue el 14 de julio de 1973. Hay que hacer notar que ella pasa a ocupar la silla marcada con la letra “I” que antes estuviera ocupada por su padre Juan Francisco Bedregal. El discurso fue respondido por Walter Montenegro, mismo que se encuentra publicado en El Diario (19 de junio, 1973). Los editores agradecen al Dr. José Roberto Arze, actual Secretario de la Academia Boliviana de la Lengua, el habernos proporcionado valiosa información sobre el paso de Yolanda Bedregal en dicha Academia. Ver también las dos poesías que la autora
escribiera a Adela Zamudio en el Tomo II de la Obra Completa de Yolanda Bedregal.