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Yolanda Bedregal
OBRA - ENSAYOS - ENSAYO II

LOS AMIGOS QUE SE VAN…

El desigual correr del tiempo, a veces apretado; otras liviano, desorienta el sentido de duración. Una hora cuenta como años y, sin embargo, la serie de pesados días, mirados desde atrás, parecen “un ayer nomás”. El recuerdo es tan complejo, tan lleno de recursos para cambiar el panorama. Acerca de lo lejano, aparta lo próximo, entrevera imágenes, aglomera voces; o encuadra un solo rostro, un olor, unas pisadas. El recuerdo juega sin malicia en sutiles artimañas… Veo en el calendario “diez años de la muerte de Don José Salmón”.

Diez años diferentes a los que dolían líricamente a Octavio Campero Echazú:

porque van diez años que dejé mi tierra
ya nadie me quiere conocer siquiera.
Es cierto, he cambiado; mi madre está muerta
la casa vendida. Y el molle coplero de notas de pájaro
convertido en leña…

Esa es nostalgia de ramo marchito cuando hay otro por deshojar en la mano. Pero cuando hay coronas fúnebres que se secaron solas, eso es eternidad. Para el que sobrevive es recuerdo. Tiempo para recobrar olvido.

Pienso en mis amigos, mis muertos queridos. Valentina Romanoff, Rebeca de la Barra, Roberto Latorre, Alfredo Baeger, Guido Villagómez, Octavio Campero, Nicolás Fernández Naranjo, Mario Guzmán Aspiazu, Coco Cossío, en tantos que me hirieron al marcharse. Cada uno inconfundible, presente. No importa cuándo se fueron. Vuelven. Están. No importa lo que hicieron: danza, pintura, política, música, si enseñaron, si fracasaron o triunfaron. Importa lo que fueron. Su ser. Su pura esencia inextinguible.

Y hay otros muertos dibujados en anteriores paneles de la vida. Los amigos de mi padre; esos mentores de la edad juvenil que con su presencia y su charla familiar completaban la atmósfera hogareña con las noticias callejeras, las novedades del mundo científico cultural, los comentarios lingüísticos. Alfredo Otero, José Eduardo Guerra, Formerio González, Rafael Ballivián, Don Juan y David Capriles, Don José Salmón, acuden a la mente con entrañable recuerdo.

Veo llegar a don José Salmón, robusto, el bastón prenda de elegancia, risueña la cara rosada de hermoso perfil, el cabello crespo, el ademán siempre entusiasta. Su presencia atraía a grandes y chicos como la de un mago. Era tan expresiva su charla que lo mínimo cobraba vida, amén de que su imaginación lo agrandaba todo. Nos deleitaba oírle contar sus aventuras por Europa, sus expediciones por los rincones de nuestra tierra; sus encuentros con la gente, con las víboras de la selva o con los ratones de la despensa. Todo parecía cuento de maravilla. Cuando le pedíamos repetir, siempre aparecían retocados y aderezados sabrosamente. Ya no eran víboras, eran tigres; ya no ratones sino elefantes. Conocía pueblos y tribus indígenas; conocía platos y mejunjes medicinales; no en vano era de profesión farmacéutico y no en vano había escrito su “Ideario aymara”, “Por tierras calientes”, “El hombre de los bosques”, libros fruto de
experiencia y no simplemente de escritorio.

A veces don José se ponía serio con los problemas de la Patria y con vehemencia protestaba, proyectaba; molía y construía. Le daban derecho las múltiples actividades de su vida. Fue profesor de diferentes disciplinas científicas en el Colegio Ayacucho y en la Universidad de San Andrés; presidió el Concejo Municipal y en este cargo le cupo hacer construir el Hospital General de Miraflores; escribió artículos y folletos “Debemos llegar al noroeste”, “La Tragedia Nacional”, “Horas Luctuosas” y otras obras no publicadas. Sabía pues de muchas cosas. Sabía y las vivía. Porque don José era de los hombres que chupan la savia de todos los árboles que brinda la existencia. Dolores y
alegrías, preocupaciones y quehaceres lo nutrían intensamente. Y don José era muy hábil en transmitir sus emociones, en hacer partícipes a sus oyentes de todo cuanto él pensaba o sentía; hasta cuando hablaba del “guaguario” refiriéndose a sus nietos.

Y no era eso todo. Era un artista. Cuando llegaba con la vena musical, se sentaba al piano, recordaba piezas enteras compuestas por él; repetía ciertos trozos de su “Suite Aymara”, de “Trilogía India”, “Danza de los Cóndores”, de sus canciones infantiles “En el Altiplano”, “Recordamos los Jardines”. O se ponía a improvisar interrumpiéndose alegre como un chico cuando el hallazgo de una melodía, o acorde, juntaban el colorido de la tierra, el movimiento de un baile, el jugar del viento, el hieratismo aymara. Cómo se solazaba don José con la música y cuánto nos ha enseñado a mirar con amor lo nuestro, no en plano superficial, sino en el íntimo y profundo. La orquesta sinfónica y las voces infantiles han revivido sus composiciones; los niños han bailado al son de sus melodías y los grandes han meditado ante sus obras.

Nada se ha perdido. Don José Salmón, como todo artista, no muere. Y no muere tampoco su estirpe; hijas y nietos prolongan su sangre y su espíritu en la vida y el arte.

Don José, permítame agradecerle sus enseñanzas, las horas gratas que nos regaló y decirle que lo recordamos después de diez años como si fuera ayer.

 

Publicado en el Tomo II de Ensayo, Obra Completa de Yolanda Bedregal. Plural Editores. La Paz, mayo de 2009. P. 139-141.

(Nota) Publicado en El Diario (8 de abril, 1973).

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