LA CIUDAD MÁS INVEROSÍMIL DEL MUNDO: LA PAZ
Como quiera que uno llegue a La Paz, ya sea en avión, tren o en auto – después de haber alcanzado el altiplano que se extiende entre los brazos abiertos de las dos cordilleras de los Andes–, parece que el gris plateado que se pierde en el horizonte no acabara nunca.
Pero súbitamente aquí, a 4.000 metros de altura, el viajero se topa con el borde de una profunda hoyada en cuyas laderas parece haberse pegado una ciudad que ha anidado en ella. Una topografía inverosímil, se piensa. Una sensación real.
El paisaje grispardo va volviéndose multicolor: blancas las cumbres nevadas que lo rodean, ocres, rojizos, lilas los cerros interrumpidos por las manchas verdes de los eucaliptos, plateados o color ladrillo los techos, amarillas, celestes, rosadas, violetas o anaranjadas las construcciones. Casas sencillas o lujosas en estilo autóctono, otras de tipo colonial o moderno parecen haber sido lanzadas al azar como dados salidos de un cubilete a diestra y siniestra, a ambos lados de las empinadas calles que van escalando impávidas o se deslizan burlándose de toda norma de diseño urbano.
Si La Paz es multicolor de día, de noche brilla y reluce como nido de luciérnagas. La Paz cambia su rostro a cada hora. No es como ninguna otra ciudad, si bien a veces recuerda a sus hermanas Quito o Cuzco, que le son parecidas en lo que toca a la historia, la tradición y la topografía. Aquí no hay ni fríos ni calores extremos, aunque parecen alternarse las cuatro estaciones en un solo día. Cuando llueve, el agua baja corriendo por las calles, pero se evapora pronto por la sequedad del aire. No hay día sin siquiera algo de sol.
El invierno con su radiante cielo azul, es la mejor época para venir de visita. La bienvenida la da el nevado más bello de los Andes, el Illimani. La transparencia del aire y el contraste con el profundo azul del cielo nos dan la impresión de que con solo estirar la mano se puede tocar las tres cimas de casi 7.000 metros.
La ciudad se extiende como le viene en gana. Ya a primera vista se nota que La Paz no fue construida con escuadra; la ciudad se encarama y desliza por doquier a su gusto y antojo. Sólo dos anchas y largas avenidas tratan de poner orden y concierto en el barullo de las calles y callejuelas que suben y bajan y que apenas pueden digerir el intenso tráfico. Quizá es lo típico en una ciudad que ha crecido de forma natural –como en los países latinoamericanos– en que recién se empieza a pensar en una planificación urbana cuando la ciudad ya se ha trepado a los cerros y la hondonada no permite extenderse más allá.
La Paz es una ciudad autóctona, mestiza y cosmopolita, antigua y moderna a un tiempo. Su nombre originario, Chuquiago, significa lecho de oro y también sembradío de papa.
Cuando los colonizadores llegaron a esta altipampa que llamaron el Alto Perú, se asentaron aquí atraídos por las riquezas naturales y la belleza del paisaje, convencidos de lo propicio y estratégico del lugar en el que se cruzaban caminos que unían puntos claves tan importantes como Lima y Potosí.
Carlos V otorgó a la comarca el escudo con el lema “noble, valiente y fiel”. Noble es la ciudad, generosa y acogedora. También valiente: se vive en una quebrada rodeada de peñas y los cronistas relatan acerca de enconadas luchas. Fiel, por último, es La Paz a su tradición y sus ideales; es por esta misma razón que sus habitantes se rebelan frente a la injusticia. En La Paz tuvieron lugar los primeros y más importantes levantamientos indígenas contra la dominación española en Sudamérica. En La Paz estallaron innumerables revoluciones contra jefes militares y tiranos. Por ello se denomina a La Paz “cuna de libertad y tumba de tiranos”.
¿ESTABA EL BÍBLICO EDÉN EN LOS ALREDEDORES DE LA PAZ?
No importa dónde se hospede en La Paz, en un hotel de lujo o en una pensión familiar, si paga por pernoctar tres dólares o cincuenta, usted será bien recibido. Pero no espere grandes muestras de cortesía. El paceño, el habitante de La Paz, es más bien reservado y parco, pero es honesto, generoso y hospitalario. Él intentará ayudarlo y entender su incipiente castellano. Aquí se habla un castellano bastante claro y correcto, y no demasiado rápido. No hay un dejo muy marcado como es el caso en Santa Cruz, donde a veces se aspira la “s” final. El idioma originario de La Paz es el aymara, un idioma sonoro y lleno de inflexiones y matices que se hablaba ya antes del imperio incaico. El erudito boliviano Emeterio Villamil de Rada sostenía en el siglo pasado, en su libro La Lengua de Adán, que el paraíso terrenal habría estado situado cerca de La Paz, en Sorata, a los pies del imponente nevado Illampu y que el idioma primigenio de la humanidad habría sido el aymara. Él fundamenta su tesis comparando palabras aymaras con las de los idiomas más antiguos.
AQUÍ VIVEN INDIOS, MESTIZOS Y BLANCOS
Indios, cholos, blancos –clasificación más bien cultural que étnica– componen los casi 600.000 habitantes de La Paz. Aquí no hay por suerte ningún tipo de prejuicios raciales.
Aquí viven los indios, un grupo étnico que no se mezcló y, si lo hizo, no fue en gran medida. Cholos, mezcla de nativos con españoles o mestizos, y “blancos” o criollos que tienen menos sangre indígena y están impregnados de la cultura occidental. Se puede reconocer cada uno de estos tres grupos gracias a una serie de matices que los identifican, tales como la manera de hablar o de vestirse. Esto es lo que lleva a la diferenciación de clases sociales que dan a cada barrio su sello peculiar.
La antigua cultura kolla-aymara (el imperio incaico estaba compuesto por cuatro regiones, de las cuales una era el Kollasuyo) está profundamente enraizada y es un poderoso substrato de la personalidad del paceño.
El indígena, el indio que representa el setenta por ciento de la población conserva el auténtico sello de su cultura y tradición. Tanto en su aspecto físico como espiritual tiene más de asiático que de occidental: piel cobriza, ojos rasgados, pómulos prominentes, cabello negro hirsuto, lampiño, de constitución pequeña, con la mancha mongólica en la baja espalda, de actitud solemne y ceremoniosa. En lo que se refiere a su manera de ser es meditativo, introvertido y misterioso. No ha asimilado la religión cristiana; él la ha incorporado a su culto al Sol y a sus dioses con más superstición que fe. Aún hoy sigue haciendo sus ofrendas a la Pachamama, la madre tierra. Cuando un indio come o bebe, siembra o construye, si su camino lo lleva por un cerro, un río o un sitio sagrado, cumple siempre con un ritual propio para cada ocasión. Un ejemplo de ello, visible para cualquier extranjero, son las llamadas apachetas, promontorios de piedras a la vera de los caminos donde el viajero solía descansar para recuperar fuerzas y seguridad para su travesía añadiendo una piedra o dejando un objeto de escaso valor como un pedacito de tela deshilachada, hojas de coca o un puñado de paja brava.
El cholo se atiene menos a estas costumbres, pero las fiestas cristianas las celebra muy a su manera; concede poder casi fetichista a las imágenes de los santos, adorándolas en ostentosas fiestas paganas. Estos presteríos suelen costar verdaderas fortunas. El fruto del trabajo de años de años se “bota por la ventana” en una semana…
El blanco es católico sin pechoñería y su estilo de vida no difiere mayormente de los habitantes de las otras capitales sudamericanas.
Un juego de colores sin igual brinda la vestimenta de la elegante chola (mujer mestiza) con sus amplias polleras, mantas bordadas con flecos de seda y su sombrero borsalino, llevando en su espalda a su bebé, su guagua, envuelta en un aguayo tejido con los brillantes colores del arco iris.
NO SE PIERDA LOS MERCADOS
Dominan la imagen de los mercados que no deben dejar de verse: productos de las diferentes regiones, apilados formando pirámides encima de una especie de podios. En medio de toda esta oferta, sentadas como en un trono, están las vendedoras, cholas que inspiran respeto e inducen a comprar, exhibiendo varios anillos en los dedos, aretes, prendedores de oro con piedras preciosas.
¡Y el mercado negro en la parte alta de la ciudad! Calles y calles en que se vende de todo: baratijas, ropa interior, trajes de todo tipo, zapatos, cristalería, perfumes, artículos de tocador, juguetes extranjeros (en gran parte de contrabando) se ofrecen extendidos en el suelo de las aceras, en quioscos o bajo primitivos toldos. Tumulto de gente de toda clase y origen. Gente que regatea, se prueba alguna prenda, escucha un disco, examina la marca de los relojes o saborea un picante, salteñas, empanadas, chicharrón u otras comidas en locales o las compra simplemente de las vendedoras ambulantes.
Un poco más arriba un cuadro diferente: el mercado chino. Aquí se encuentra aparatos eléctricos y máquinas en las atestadas compraventas atendidas por comerciantes cholos, sus mujeres y hasta sus mocosos.
Además está en este barrio el t’anta-khatu, donde hay ropa, botellas, fuentes, repuestos. Si le roban alguna pieza de su auto puede ser que la encuentre en este sitio. No lejos de aquí se encuentran los talleres de bordadores y mascareros que elaboran los atuendos y disfraces para las fiestas nativas. Desde la entrada cuelgan chaquetas, pectorales, capas, pantalones de seda, terciopelo, brocado, adornados con pedrería, lentejuelas y bordados con hilos de oro y plata. Se puede elegir entre las más diversas máscaras de yeso. Las más hermosas son las de diablo: cuernos enroscados, labios extremadamente prominentes, narices angulosas, ojos de vidrio, rostros por los que reptan sapos, culebras y lagartijas…
Luego hay que dirigirse al mercado de brujería, en los vericuetos de una antigua calleja empedrada, allí se ofrece, acomodados sobre pequeñas mesas, amuletos para el amor, plomo para derretir en figuritas, hierbas mágicas, fetos de llama y oveja, confites de color, estrellas de mar, incienso, brebajes mágicos, entrañas de animales, semillas de todo tipo. Para exigencias “más normales” hay también tiendas de artesanía en plata, cobre, estaño, madera, tejidos, cerámica, charangos (pequeñas mandolinas hechas de armadillo) guitarras, tambores y una variedad de flautas: zampoñas, pinkillos y quenas.
DOS DE CADA TRES HABITANTES ESTÁN SUBALIMENTADOS
Al bajar se puede ver la iglesia de San Francisco con sus valiosos tallados en piedra en estilo barroco-mestizo, el claustro con sus cruceros del siglo XVII y el Museo Franciscano; a continuación la plaza Alonso de Mendoza, en la que se encuentra el monumento al fundador de la ciudad y la iglesia parroquial por donde deambulan fotógrafos con sus trípodes y sus anticuadas cámaras cubiertas con paños negros. Es una lástima que la modernización haya transformado en tiendas casas antiguas con techos de teja desigual y que las viejas calles adoquinadas se hayan convertido en terminales de buses (flotas). Y, a propósito, la palabra flota para empresas de transporte en todo el país es una muestra de cuán grande es la nostalgia de Bolivia por el mar…
En uno que otro barrio se ven filas de casitas sencillas, todas iguales en las que viven empleados humildes, obreros. Las viviendas de los pobres apenas si tienen inodoro y la bomba de agua potable más cercana está a varias cuadras de distancia. Los niños juegan en la calle de tierra apisonada; felices pero subalimentados. Realmente es así. Dos tercios de la población no obtiene en su alimentación ni siquiera la cantidad mínima de calorías. En el pobre Tercer Mundo, tan rico en materias primas los gastos militares se tragan enormes cantidades de dinero que alcanzaría de manera más que suficiente para alimentar a la población. Y eso que no estamos hablando de los hijos de los mineros, ese es otro cantar, para cantar llorando. Las minas de La Paz no se encuentran en la circunscripción misma de la ciudad, como es el caso de Potosí u Oruro, por lo que habrá que salir de excursión para visitarlas.
EL PACEÑO NO CANTA
Si bien los niños son alegres, el paceño tiene una naturaleza diferente; no canta. Para hacerlo, tiene que haber bebido alcohol y, cuando lo hace, en general protesta más que canta al son del charango o la guitarra. A menudo la borrachera termina en gresca y en la comisaría más próxima.
Prácticamente no hay grandes distancias; en veinte minutos se llega casi a cualquier parte desde la plaza principal. La plaza Murillo, con su aleteo de palomas, es el lugar donde se reúnen los viejos a leer el periódico y comentar los acontecimientos políticos. Alrededor de esta plaza se encuentra el Palacio de Gobierno, el Palacio Legislativo, la Cancillería, la Prefectura, la Catedral y el Museo Nacional de Arte.
Vale la pena ir caminando o en auto a Miraflores, aunque sólo sea por la vista que ofrece la ciudad. Esta era una región de pequeños agricultores con sembradíos de maíz y guindales, y hoy es la parte de la ciudad que alberga complejos deportivos como el estadio, los grandes hospitales públicos, talleres automotrices, farmacias, cines y cuarteles.
Al abandonar Miraflores se tiene una vista panorámica de los edificios de la ciudad, cuyas siluetas se levantan tras una ladera que conduce al Teatro al Aire Libre a los pies de la Universidad.
Ahora nos encontramos cerca del Paseo de El Prado, con su fuente de agua, árboles ornamentales y flores, así como los monumentos al Libertador Bolívar y a Colón, el Descubridor.
A ambos lados de la avenida hay hoteles, agencias de turismo, tiendas, restaurantes. A la altura del monumento a Sucre, el otro héroe de la libertad americana, comienza el barrio de Sopocachi con sus parques íntimos, chalets, jardines con rosales especialmente hermosos, colegios, tiendas elegantes y un maravilloso Montículo desde donde se tiene una vista panorámica de la ciudad rodeada de colinas que se levantan ante un telón de fondo de rocas y farallones.
Si lo que se quiere son tres grados más de calor se sigue la avenida asfaltada hasta Obrajes, Calacoto, Irpavi, La Florida. El camino es bonito y variado. Bordeando el río Choqueyapu se ve a una de sus orillas casas señoriales, embajadas, ministerios, clínicas de lujo, pequeños parques y, a la otra, enormes rocas cubiertas con malla metálica para evitar el deslizamiento de las piedras. En Irpavi y La Florida hay clubes y colegios exclusivos, canchas deportivas, autos lujosos y mansiones. Allí viven los gringos (extranjeros que no son españoles) empresarios, expertos, políticos y nuevos ricos.
QUIEN TE CONOCE, NO OLVIDA JAMÁS
Alegres como sus hijos, así juegan los pobres en los barrios de la clase media baja: Chijini, Villa Victoria, Vino Tinto, Villa Fátima, donde las flores crecen en macetas rotas y hay uno que otro escuálido arbusto de kantuta. Allí no van los niños a colegios particulares con piscina, sino a escuelitas con los vidrios rotos.
Los paceños, los habitantes de La Paz van al cine, al teatro, a exposiciones y conferencias, al circo, a recepciones, a las iglesias.
Ciertamente, no sólo “gozando” de las ventajas de la vida moderna, sino también llevando consigo todos sus miedos, preocupaciones, penas y tristezas. Pero viven, trabajan, hacen huelga y se alegran de vivir en La Paz y no cambiarían su ciudad por ninguna otra. Cantan la canción popular: “Oh, linda La Paz, quien te conoce no te olvida jamás”.
Publicado en el Tomo II de Ensayo, Obra Completa de Yolanda Bedregal. Plural Editores. La Paz, mayo de 2009. P. 333-338.
(Nota) Publicado en alemán en el Nº 12/50 de la Revista Merian: Monatsheft der Städte und Landschaften im Hoffmann und Campe Verlag Hamburg (Revista mensual de ciudades y paisajes de la editorial Hoffmann y Campe de Hamburgo). Este número, dedicado a los estados incas: Perú, Ecuador y Bolivia, registra este artículo de Yolanda Bedregal titulado “Die unmöglichste Stadt der Welt: La Paz” (La ciudad más inverosímil del mundo: La Paz). No se encontró el original en castellano. El artículo fue traducido al alemán por Gert Conitzer y la presente versión en castellano es una nueva traducción del alemán de Rosángela Conitzer de Echazú. Aparentemente faltan hojas en la revista, no consigna fecha [Nota de la traductora].
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