LA CASA Y SUS ENTRAÑAS
Somos un montón de chicos en la casa. A ver, ¿cuántos…? Ya los iremos contando poco a poco. Somos muchos, eso sí. También hay grandes. Pero ellos sirven sólo para mirarnos, para darnos las cosas, hacerse obedecer, para molestarnos, en una palabra. Ellos dicen que nos cuidan y aman. Puede que sea verdad. La casa, por suerte, es grande. Si fuera más grande, tampoco estaría mal. Hay dos patios, uno entre las dos casas se podría decir, porque una está sobre El Prado y, cuando se entra por la puerta de reja, el callejón lleva a la de atrás. Ese primer patio es para criar plantas y es fastidioso porque si uno las pisa, seguro que sale doña Angelita, grande, y grita en una voz que tiene tres picos: Jós-séf-ffa, Jóóós-seéf-aaa, bota a estos chicos, Jo-sef-fa. El patio de atrás es mejor. Bien pelado; la pared no es muy alta, se puede andar por los adobes, y de un lugar se puede trepar al árbol de la otra casa; si uno se cuelga de las ramas con un impulsito, uno cae al rincón del patio donde hay un montón de paja que, cada que renuevan las alfombras, crece. Cuando se les ocurre, quitan una alfombra, la sacuden que es un contento, ponen una capa de paja nueva y la vuelven a tesar. Nadie nota la diferencia en los cuartos, como en tantas otras manías de los grandes. Para nosotros está bien porque ya no duele la caída si fallamos. Ahí al ladito está el gallinero. Hay gallinas muy chistosas, unas blancas con el potito pelado como sin su calzón de plumas y otra, con el pescuezo de pura carne. Resulta muy divertido cuando uno de nosotros se mete por los alambres y va pasando huevos; cuando tenemos unos cuantos, ¡a ver!, quién hace más bonita figura en la pared donde está la cocina. ¡Plash, plash, plash! ¡Hay que ver! Hasta que aparece la Ángela (no es doña Angelita), ésta es la cocinera con unos brazos así gordos que tiemblan como pelotas desinfladas cuando sale a la ventana. Ajá, ajá, con que son ustedes, ¿no? ¡Ahora van a ver! Por eso no hay pollos. Malaconciencias… Ahorita mismo le voy a contar a tu abuela. Hasta que llegue la abuela, todos desaparecemos en el corredor de abajo. Es que la casa es de dos pisos, ésta de atrás, también la de adelante. ¿Y cómo van a salir los que viven abajo? Y es un corredor bien oscuro porque a cada lado hay cuartos. Entonces es fácil: entramos por un lado y salimos por el otro. Uno de nosotros avisa si no hay grandes. Y como en el patio a la entradita hay una pila y ya no conviene eso de los huevos, entonces hacemos un juego mucho mejor. El Marcicu es el más grande, el más negro; no tanto como su madre. Ella vive en la de adelante, pero atrás, en el último cuarto, y ese cuarto tiene un olor como de pis porque creo que no va mucho al wáter y el piso es de tierra nomás, y la mamá del Marcicu es una señora que no es señora, sino con pollera larga y una mantita corta en los hombros, y de allí le salen unas trenzas delgadas y cortitas que no caen y se paran a los lados, digamos como colitas de llama. Se llama Marcelina y le azota al Marcicu con un palo que tiene oculto no sabemos dónde. El Marcicu se para sobre esa cosa como de [cartón] de donde sube la cañería; abre la pila y no sé cómo, coloca la mano. La cosa es que resulta que el agua comienza a salir hermosa en chisguetes pero no como la manguera, sino más bonita, con fuerza [y planea, no sé cómo]. Da unas vueltas y el chisguete lo alcanza al Óscar. El Óscar es el más machito y abusivo, y como dicen que es huérfano, al huérfano hay que respetarlo y no nos podemos vengar. Quiere pegar a todos, entonces sale el chorro fffffffffffffiffffffif nos defiende, pero resulta que ya comenzamos a hacer bulla porque no queremos que nos mojen y tenemos que sacarnos toda la ropa y a veces estamos en cueros o sólo con calzoncillo y no alcanzamos a sacarnos los zapatos y el látigo de agua va de uno al otro lado. Hasta el Óscar, el chinchoso, se pone a jugar ¡y es una de gritos que da gusto! Jaimito, que es medio kéusa, ya había ido llorando a quejarse: su ternito marinero, sus zapatitos. Siempre decimos por qué tiene que estar con ternito marinero si es chiti todavía. Y ese rato la otra ventana y doña Carmen, que es una pimientita, la mamá de Jaimito con su voz que, quién creyera para su tamaño: “¡Chicos, chicos, qué barbaridad! Les va a dar pulmonía”.
Menos mal que es ella y no su hermano Ricardo, que vive justo bajo esa ventana en el piso de abajo, uno de esos cuartos al lado del corredor. Ese don Ricardo es un poco loro, se mata de risa cuando nos ve darnos unos tremendos porrazos; él mismo nos paga cuando está de buen humor para hacernos chuñear, pero si nos ve chorreando como estamos, como él tiene miedo a las enfermedades, nos quiere pescar de una oreja para llevarnos a nuestros respectivos cuartos; ¡hace tal alboroto! Claro que lo hacemos corretear de lo lindo hasta que nos pille, y nos pongan a la cama y den limonada con sal y una buena paliza antes de meternos en cama para escarmiento. Viene con aspirinas. Algunas mamás son inteligentes; hay también algunos grandes no tan tontos, no le hacen caso y se guardan las aspirinas y sólo nos dan la paliza si estamos con el guardapolvo del colegio. Es que ellas que tanto tienen que hacer, volver a lavar y que no hay plancha y mañana no hay sol de repente, y con qué vamos a ir al colegio, y que cuesta el jabón, y sus pulmones y ¡no hay remedio!: a cada uno lo que le toque. Yo, felizmente, no tengo madre, ni quién me azote. Tampoco me hago pescar. El rato que aparece por ahí un grande ¡zas!, me escabullo y ni quién me pille.
Yo me llamo Ocoto. Feo nombre. Ocoto, ¿a ver?, a quién se le ocurre. Tampoco ese es mi nombre, es Óscar también, como me llaman en la lista, pero a mí ¿cómo pues me van a decir Óscar? A él le dicen huérfano porque no tiene mamá; y a mí, que no tengo mamá ni papá, no me dicen huérfano, me dicen Ocoto. ¡Qué me importa! Yo le digo Mama a la Señora Grande. No es muy grande como los otros grandes, pero es muy vieja, debe tener sus treinta, cuarenta años con tantos nietos y bisnietos. Es buena porque no sabe andar, siempre está en una silla que tiene a los lados unas ruedas que son dos ruedas, una dentro de otra; ella hace mover la más chica que es de madera y se mueve la de afuera que es de fierro, así anda. Pero a veces está tejiendo o está fumando o está sacando solitarios en una tablita que viene de atrás y se puede poner delante para que coma o algo; entonces ella no mueve la rueda con sus manos porque está haciendo algo y me llama para que yo empuje su silla. Por eso me quiere. Y cuando ese ratito yo estoy jugando, de pura rabia le muerdo su moño que queda justo a mi boca. Su moño tiene un olorcito de hinojo y está bien hecho, como un rosquete clavado con alfileres con brillantes, y no me gusta el gusto de morder pelos; luego con disimulo le hago caer los alfileres y ella tiene que llamar a doña Honoria para que le arregle, y yo puedo irme. Doña Honoria es muy de cheviot y muy de terciopelo y muy de casimir y muy de encajes por el cuello y es muy empaquetadita; lleva en la cintura (no sé cómo se sostiene) una argolla colgando y en esa argolla, no sé cómo, han metido las llaves. Cuando ya no arregla el pelo a mi Mamágrande, va por un cuarto, por otro, a veces pasa por la alacena y saca las cosas para el té o para invitar y me da una kaukita, una pera confitada, un puñado de habas tostadas, un maicillo, algo me da. Yo soy un chico buenísimo. Nadie lo puede negar. Tengo un cuartito, no es grande ni el mejor de todos. Allí está mi cama; mucho no hay que levantar la cabeza porque, como encima están las gradas, se choca la cabeza con el revés de las gradas y más allá donde no se puede estar sino hincado está mi baúl; así yo sólo puedo sacar mi choca, mis dos trompos, porque uno es muy charquencho; mis lujmas y tanta cosa que tengo. Me levanto, voy a comprar pan –la yapa es para mí– y, además, en casa me dan otro en el desayuno y, no me quejo, la cocinera me da chocolate. Lo feo es que antes tengo que lavarme bien, bien las manos y la cara y hasta el pescuezo; si no, no me da. La cocinera es esa de los brazos gordos que le cuelgan. Hay una imilla, esa es chinchi, se llama Blasa, y a mí no me importa que la tal Blasa menee su pollera al andar de aquí para allá y es una alzada. Se cree una gran cosa porque “hace el aseo”, dice la muy pretensiosa. Pero a mí, cuando vuelvo de colegio, me hace botar la basura “del aseo”; eso sí, a mí me hace lavar mis platos y mi jarro. Le da rabia que la Mamágrande me llame Oquito y a ella Blasa. ¡Cómo no voy a ser un buenísimo chico! Voy a comprar el pan, los cigarrillos, llevo mensajes de toda clase: Anda y dile a don Eliseo que si ha llegado la remesa. Anda y dile a la señora Inés que haga recoger los ulincates de las Frías. Anda y dile a doña Encacha que no se olvide que le he prestado mi capa. Anda y dile a la señorita Betsa que no reciba a su enamorado hasta tarde. Anda y dile a mi comadre que la misa no va a ser el sábado, sino el domingo. Anda y dile a doña Eulalia que el lunes tiene que venir a coser. Anda y dile al carpintero que hasta cuándo se va a tener el reclinatorio. Anda y dile a doña Macacha que me haga el favor de prestarme manteca hasta mañana, que no sea así, que nos ha faltado. Anda y dile al zapatero que ponga media suela a las botas de don Ricardo.
“Anda y dile”, yo voy y digo todo el día. Y procuro no tardarme más de lo necesario; es otra cosa cuando me encuentro con mis amigos y nos ponemos a tijchar o están jugando pesca-pesca; ¡qué voy a hacer! ¿No me voy a ir directo a casa? Entonces me tardo y el otro día, por meterme a jugar, no sé dónde he dejado la panera, la panera de plaqué, ésa con las asas de angelitos: “Vaya Ud. a buscar inmediatamente”. Y ¡usted!, y usted, vuelta a salir, y yo no sé qué se haría. Ahora me mandan con canasta, es una pena. Yo dejo la canasta en la puerta y meto los panes a mis bolsillos, en mi cachucha. No me gusta ir como mujer, ¡qué caray! Tampoco soy ningún sirviente. Yo soy hijo natural como todos los otros chicos de la casa; no soy postizo ni huérfano. Y desde mañana, ahora que me acuerdo, voy a decir que no voy a comprar pan en panera de plata, ni menos en canasta. Lo de los recados por aquí y por allá no están tan mal. Don Eliseo tiene unos bigotes que se ven hasta cuando él está de espaldas, como manubrios de bicicleta y se peina con un copetito muy chistoso, pero me da un real o real y medio, y de ahí arriba me da unos golpecitos en la cabeza que no son cocachos porque me dice al mismo tiempo: “¡No eres tonto, chico, no eres tonto! Puedes sacarte guindas, pero sólo de aquel arbolito”; me hago el equivocado y no voy a ese que parece escoba, sino al otro. Y si aparece por esos lados la señorita Tula, pesco el rato alguna flor, dejo las guindas bajo mi gorra y le doy un gusto y ella dice: “Este chico es más atento que los de la Mercedes, gracias Oquito. ¿Ves, mamá?, mis primos qué van a cortar una florcita; ven, Oquito, te voy a regalar lápices de color”. La Tula no es chica, pero tampoco es grande; es intermedia y es bien feíta; si no fuera que está en medio la nariz, los dos ojos se chocaran, creo; me parece, no estoy seguro. A veces su hermano, el Chichi, viene a la casa de la abuela que es nuestra casa y no le decimos Chichi, sino Chichilo y es bien bueno para la flecha, de cualquier ramita hace una palka como una “y”, en las puntas unos agujeritos y unos elásticos con un cuerito al medio y en ese cuerito se pone la piedra y él siempre le achunta a cualquier traste, mejor si es grande como el de Ángela o, si no, a los t’usus de los que pasan. Nosotros sólo podemos con arvejas soplando por una sokosa que no sea más gruesa que un dedito, pero él con flecha porque nos han prohibido matar pajaritos y para algo va a servir lo que él inventa. A otra que no se le puede mandar ni un sopletazo es a la Maruja; ella es chica, pero no sirve, es peor que grande porque parece de alfeñique; siempre con sus canillitas de fósforos y sus zapatitos blancos y unos peinaditos como tirabuzones con su gran mariposa de cinta y su Josssefffa detrás; que no te mojes, que no te metas con esos hualaichos que te vas a ensuciar tu vestido, que te vas a caer, que hace viento, que hace sol y su abuela de rato en rato: “Jooosssefffa, ¿estás cuidando a la niñita? Ya es hora de que se entre”. La Josefa no es grande ni chica, es mulata porque no es chola ni es negra y usa vestido y se pone polvos y la saca a la Maruja a El Prado a pasear. Cuando está por ahí el paco y hace unos dengues y blanquea los ojos y se cree señorita porque es niñera. Pobre Maruja, nos mira con unas ganas de bajar y juntarse con nosotros. Nos tira dulces de la ventana y hace caer su pañuelo o sus muñecas, no las que se rompen, y con ese pretexto viene y no sirve para nada porque al ratito se cae, se lastima, no sabe correr, no sabe trepar; ¡no sirve! Su gran travesura es subir unas dos gradas y saltar y todavía dice: “¡Qué tal traviesa soy!” El Marcicu salta doce gradas. Después de ese corredor que ya he dicho, hay unas gradas que son para subir a la casa de atrás por atrás y es bien macanudo porque el lado que no está contra la pared no tiene baranda, y debajo es la mitad de un redondo hueco y sirve para muchos juegos. El Chalo salta siete, el Óscar nueve esta semana; sólo que el Chalo es mejor porque salta de frente y el Marcicu recto; es decir, el Marcicu del lado, es más alto, pero no tan largo como salta el Chalo. Claro que cuando apostamos se quita su capa que le llega hasta los cachos, es de su papá, y deja sus libros en el barril del manzanito, cuelga su bastón también en el barril y lo mismo cuando se pone el tongo de su tío César. Es que el Chalo quiere imitar a su papá en todo, pero también es chico y es bien chistoso y cuando jugamos circo él es el tony porque es el más serio y hacer reír como qué. Uno de estos días vamos a hacer circo, estamos esperando que se vayan los cirquistas que viven en ese cuarto que es el mejor porque es al lado de las gradas de saltar y esas pueden ser el gallinero. Eso es lo malo de esos cuartos de la casa de atrás que dan al primer patio, siempre están arrendados. Pero el Óscar tiene una buena idea: cuando se vayan éstos, cuando vengan a quererlos tomar, uno de nosotros va a avisar, porque oímos lo que hablan los grandes y generalmente a los más grandecitos nos dicen: “Toma la llave, cuidado que la pierdas y anda a mostrar a este caballero el del cheslón colorado”, o a veces el del ropero amarillo, o el del lavatorio con flores, ya sabemos cuál es cuál; sabemos lo que hay que decir y mostrar. Aquí está la alacena, tiene buena chapa; allá es el baño para éste y éste, es independiente, y estos vidrios los van a poner mañana. Si es señora, hay que decirle que puede lavar en el patio tal día y colgar la ropa y que de cocinar puede hablar con la señora. Ya sabemos todo. Bueno, ahora, si vienen interesados, le avisamos al Óscar y él se va a encargar de decir, él ya sabe cómo, haciéndose el zonzo: “Tome nomás este cuarto, señor, se lo van a dar barato porque nadie lo quiere porque es muy ófrico –ófrico no hay que olvidarse– y es muy pesado –pesado no hay que olvidarse–”, porque todos tienen miedo a los aparecidos y él sabe mejor cómo hay que desanimarlos. Ese cuarto es mandado a hacer para circo y no vamos a permitir que se alquile. Con tal que la cuento-kephi de la Elenita cara de sapo no haya oído el plan y nos vaya a acusar a su mamá la Zoila y la Zoila con el cuento caliente arriba. Porque a esa Elenita sólo la llamamos cuando hace falta gente para que seamos hartos en algunos juegos. Después no. Como su madre es hermana de la “niñera”, me da risa “niñera”, jabonera, lechera, tetera, panera, caldera, a veces la llaman para acompañar a la Maruja patas de aguja, melcocha, alfeñique mírame y no me toques. La pobre, como la llaman para que “la entretenga”, como si no pudiera entretenerse sola, se quiere hacer la buenita llevando chismesitos y eso sí que no nos gusta. Aunque nos matemos, a los grandes ni una palabra. “Dice que ese moretón te ha hecho fulanito”. “Mentira, yo me he caído”.
“Dice que el fulanito ha sacado los huevos del gallinero”. “No sé nada”. “Dice que el fulanito ha destrozado la reja, tanto colgarse”. “Yo no he visto”. No nos gustan los acusetes. Porque la Elenita es mujer, no le podemos dar una buena tunda. También porque nos cuenta lo que hablan los grandes: “Han dicho que ya no van a guardar la fruta en la despensa”; “han ocultado el chicote sobre el ropero”, “han dicho que al que lo pesquen hurgando la despensa…”. “No les voy a contar una cosita, pero esto han dicho”. Así sabemos tanta cosa que nos conviene. Y a la Zoila que es la lavandera y es la mamá de la Elena le tenemos miedo porque ha dicho que es tísica o creo que se han equivocado por decir tósica por lo que tose y es chola pero flaca; sus manos son como de leña, pero leñas más chicas y con nudos y medio coloradas como las ocas. Si la pelota le salpica a la ropa que cuelga como banderas y no deja pasar a gusto y molesta si le salpica una tierrita, agarra de su batea una ropa mojada, purito jabón, y nos huasca. Y ni cómo quejarse porque dicen arriba: “¡Bien hecho que los huasque! ¿Quién les manda ensuciar lo que con tanto trabajo lava la Zoilita?”. Zoilita dicen entonces delante de nosotros para meternos miedo. La otra vez que ni teníamos la culpa y resultó una colcha en el suelo, ha agarrado la plancha que estaba en el brasero en la puerta de su cuarto y por poco se la zampa al Chalo, que con su capa y su tonguito estaba dibujando sentado en el borde de ésa como taza grande que hay alrededor del caño. Lo peor fue que el Chalo, en vez de enojarse, se mataba de risa y éso le daba más rabia a la Zoila porque le decía: “Ay, ampe, señora doña Zoilita, por qué nomás a mí, a ver a mí que soy el más formalito, me blanquea Ud. con sus carbones, señora doña Zoilita, qué le he hecho señora doña Zoilita”. Y la otra más enojada: “Mocoso malcriado, ahorita le voy a ir a avisar a su papá que se me está haciendo la burla”. “Pero por qué pues, ampe, la burla, señora doña Zoilita. Yo más bien a sus órdenes respetándola con todo mi respeto y haciéndole su retratito. ¡Mire Ud. Qué bonita está saliendo!”. “Malcriado, vep’s eso. Vep’s este esperpentu que me había fotografiado, atrevido”. Y el Chalo más risa y ella más furiosa y al final ha arrugado los papeles, los ha roto, y le ha quitado sus lápices de color y los ha hecho pedazos. Y claro ese rato el Chalo ha tenido que ponerse a llorar y los mocos y no tenía pañuelo y no quería limpiarse con la capa de su papá. Y ha abierto la ventana doña Carmen y ya qué pasaría porque el Marcicu nos ha hecho señas para que nos escapemos.
Esto de ser chico a veces es fregado. Uno se está riendo y lo hacen llorar. A mí también me hace renegar el Chalo cuando se quiere hacer el gracioso, y uno está renegando y él risa y risa, y hace como discurso de rato en rato con una voz que uno no sabe si hay que pegarle o hay que reírse también; pero como él se ríe, no hay que llevarle el apunte y allí salen las peleas. Y uno va a quejarse a su papá y el Chalo dice: “¡Pero si no le hecho nada! Al contrario, yo estaba bien contento” y vuelve a decir lo de antes pero cuando le cuenta a su papá, no parece nada malo porque no es nada malo, pero hace renegar porque se burla.
Estamos aprovechando estos días para fijarnos bien en los cirquistas y aprender algo. Como son arrenderos, han dicho que en cada función pueden entrar los chicos gratis a las funciones. Ahora no dicen los chicos, sino dos, bien clarito. Porque la primera vez resultamos como veinte y en la entrada cada uno decía soy hijo de la dueña de casa y eso no querían creer. Doña Carmen ha dicho: “Aquí todos somos hermanos. Nada de tú eres hijo de la Marcelina, tú de la María, tú del caballero, tú de la Señora Grande, tampoco nada de que tú eres el negro, tú la mulata, tú yokalla, yo soy niñito, y soy la hijita de mi Abuela. No quiero recriminaciones, todos son hermanos ¿me entienden?”. Pero eso no entendían esos de gorra y sacos azules con tiras amarillas por aquí y por allá. Le han dado unos boletitos a doña Carmen y una contraseña. Uno hace una seña y ése es el que puede entrar al circo. El que se porta bien, dicen, pero me he fijado que no hay tal porque a todos nos está tocando el turno y además siempre otros dos “colamos”. A las chicas no les permiten. Primero comienza una banda muy linda, una música que a uno le hace dar ganas de salir a la calle y escaparse de la casa y saltar y dar volteos y mil cosas. Y uno va y han puesto una casa redonda de tocuyo grueso y no tiene paredes, sino ese trapo grande, pero muy grande y está sujeto por unos palos y no tiene puertas; las puertas son unos trapos que están colgando, y en cada lugarcito hay unos adornos de otros trapos a rayas azules y anaranjadas y siempre es del mismo color y con unas borlas y cosas así y se entra por una entrada que es de hombres uniformados, ya he dicho de sacos azules y también rojos, después a los lados unos palos que no son altos y se puede saltar o también meterse por debajo porque son como baranda, pero que no tiene los otros palitos. Y otra vez puertas como cortinas nomás y después se ve un redondo que está empedrado de una arena como de madera hecha polvo y alrededor de ese redondo hay unos colgaditos de rayas azules y anaranjadas y detrás de los colgaditos sillas siempre separadas por palos, y ésos son los palcos, y ahí se sientan puros viejos y señoras y también unos pobres chicos que no pueden moverse mucho y parece que tienen que cuidar su ropa porque están puestos ahí con los pies al aire nomás en esas sillas que son grandes. Y viene otra rueda de sillas y otra y después otra y otra hasta que hay una callecita y entonces viene el gallinero que es lo que vale porque son tablas más gruesas y uno puede sentarse como quiere, y los pies están apoyados en tablas también, y la cabeza puede estar en las rodillas de los que están más arriba, y más arriba hasta que se puede tocar el techo estirando los brazos y se puede corretear. Y cuando uno ya está un poco sentado, y todo está lleno y estamos esperando y queriendo que empiece, comienza chin-chichin y más chinchin y tr tr tr trtrtrtrr y tambores y platillos y cornetas y todo hace una música que es del cielo; sale un señor muy uniformado y dice: “Respetable público” y entonces primero un desfile de muy uniformados otra vez, y por fin vienen los apretaditos de todo color y las apretaditas de oro y de plata y qué sé yo, y unos macanudos con músculos como naranjas en los brazos y en las piernas, y otros apretaditos de verde y flaquitos como de alambre; y cada dos que salen, dan un saltito y hacen unas sonrisas grandes y redondas para todos y al mismo tiempo levantan los brazos y mueven los dedos, algo así como los ekekos cuando no están vestidos, y dan otro saltito y le toca a la otra pareja que a veces son cuatro o seis y cada uno sigue dando vueltas y se van entrando y comienzan a salir a toda carrera unos caballos con los pescuezos amarrados al pecho y no pueden levantar mucho la cabeza y miran a todos lados como los artistas y uno de atrás les da sin motivo latigazos terribles que suenan como cohetillos; y me olvidaba que los caballos tienen unas plumas moradas en la cabeza y cuando se mueven, están desempolvando nada porque no hay nada que desempolvar. Entonces salen las jirafas que son unos animales largos para arriba y disfrazados con una cabecita y unas manchas y creo que adelante son más de dos pisos que atrás. Salen después los elefantes que son cuadrados y forrados de un cuero que no está muy bien y se arruga y no se sabe si abajo son árboles y su boca es larga y está colgando como una pita gruesa, y esa pita está sujeta a cada lado con un cuernito y también en esos cuernitos están prendidos unos trapos para taparles las orejas, son del mismo color del cuero, pero no son rellenos. Y ésos son los elefantes y apenas pueden andar porque ese lugar es muy chiquito y tienen que ir con mucho cuidado para que no rebalsen. Y me olvidé que tienen una cola, pero ya no alcanzaba la tela y entonces creo que han hecho esa colita de barro. Y salen otros animales que son muy conocidos, perros, monos y ellos también dan una vueltita. Los que no dan las vueltitas pero están sueltos y nadie los molesta son los tonys; y ellos hablan y se caen a cada rato y hacen muchos chistes y hay que reírse muchísimo porque son chistes. Y no he dicho que en las parejas salen también chicos y chicas y también con sus bracitos y sus deditos igual que el ekeko. Y todo es muy lindo y cada vez que hacen el saltito, se van; hay que aplaudir porque son los artistas. Después salen dos por dos y cuatro por cuatro, y unos trapecean y se torcean y alambrean y columpian y juegan con palitos y bolas y se tiran y suben escaleras y caminan sobre unos barriles y hacen tantas maravillas que hay que ver y hay que aplaudir siempre y fijarse bien para aprender, porque el circo es una cosa muy colosal, y a ratos uno se pone de un miedo terrible porque están colgados de un techo que es sólo una lona y andan en unos alambres delgaditos y a ratos el alambre tiembla y los columpios y uno tiene que estar mirando y apretándose los dedos o tiene que taparse los ojos porque ya están que se caen y pobrecitos. Y entonces si se caen, se acaba la función. Lo malo es que, aunque no se caigan, también un rato de ésos se acaba la función y uno podría estar mirando el circo toda la vida. Y que se vaya al cuerno la escuela, y la Señora Grande y doña Honoria y toditos. Creo que cuando sea grande, voy a ser cirquista. Otro día voy a pensar en eso. Y con esas ganas de verlos de cerca y felices de que vivan en la misma casa resulta que cuando llegan, no se les reconoce; son unas gentes como otros arrenderos. Y esa gorda que cocina con tanto olor a ajos, había sido, porque hemos leído los programas, la “madam” no sé cuántos que estaba con un puro calzón de seda y una camiseta como de cuero de pescado brillante en el circo; y esa chica que en la casa parece hormiga, había sido la que sale hecha una mariposa con alas plateadas y sus cuernitos de perlas mordiendo una pita que la hace volar por toda la carpa como si fuera de veras mariposa. Eso no está bien. Y ese renegón que refunfuña todo el día, había sido el tony Pipiripi que tanto nos hace reír y en el circo es hermoso, gordón con su boca colorada de oreja a oreja y su naricita de pelota y sus zapatos amarillos de pato grandote. Quiere decir que cualquiera puede volverse tony o mariposa o de goma cuando está en el circo. Y otra vez ser como antes cuando están en la casa. Yo pensaba que uno era nomás una sola cosa y no cambiar con las luces y los trajes. Nosotros también podemos hacer lo mismo. Y ya vamos a aprender en estos días. Pero ¿cómo haremos? Cerramos los ojos cuando vengan a cocinar y pelear y me parece que también a estar medio tristes. Yo la he visto a la chiquita mariposa lamiéndose los dedos y sin alas. Ya veremos nosotros.
Es mucha cosa hablar del circo. El Chalo pintor de capa y tongo, que es el más serio y también el más burlón, ha dibujado unos retratos de los caballos y ahora vuelve de la escuela y se pone de cuatro pies y no habla; está en la alfombra verde muchos ratos porque se está ejercitando para caballo. Cuando está así, le hablamos y se enoja, dice que no entiende por qué tiene otro idioma y ya sabe relinchar y ponerse de dos patas igualito que las yeguas y los animales. También la Lola se está ejercitando a andar por la cuerda tiesa, y ella lo hace sobre las costuras de la alfombra o por las rayas de las tablas del piso y ha sacado una sombrilla morada de su mamá para hacer el equilibrio. La Lola es bien rara y cuando jugamos, le gusta jugar con nosotros, pero sin meterse mucho; por ejemplo, ella es la “señorita” de los bandidos que está presa en los cuartos y nadie la ve y por ella estamos peleando como si la viéramos, sólo de rato en rato sale al cuarto de costura de su mamá, que es doña Carmen, y con una corona de lo que pesca o con sombreros que hay en una caja, se asoma a los vidrios y nos hace señas o descuelga una soga y dice que ya no está prisionera, que se ha escapado y que ya no podemos jugar. La Lola es un poco paliducha y por eso es amiga de la Maruja que es otra chichila. El otro día las dos se han vestido de cholas, han sacado el balay donde doña Honoria guarda sus ovillos de lana, y ahí mismo le han puesto uvas, duraznos, peras, lujmas que ha mandado don Eliseo de la finca y han ido a vender por la calle, cobrando plata de verdad. Tenía que ser la cuento-khepi de la Elenitacaraysapo que las vaya a acusar. Entonces la mamá de la Maruja que es doña Josefina pisahuevos, ha hecho llamar a doña Carmen y qué hablarían. La cosa es que con la Josefa por detrás han tenido las dos paliduchas que ir a devolver la plata que con tanta vergüenza y trabajo se habían ganado de casa en casa. ¿No digo? Todo lo embroman los grandes. Y esa plata era para comprar unas cosas que necesitamos para el circo. Para eso todos nos conseguimos algo. Ahora que estoy hablando de las paliduchas. La Lola ha descubierto esa caja de sombreros que digo llena de unos como nidos con cintas y plumas y adornos y hay unos velos y flores de trapo y con saliva esos trapos sirven para pintar la cara de los tonys; ella sabe dónde hay baúles con telas para los trajes de las gomaguaguas y trapecistas y varias cosas macanudas. Y ahora la Maruja patas de aguja tiene una gran idea porque su abuelito cabeza de lacayote con anteojos tiene montones y montones de libros, como es sabio dicen y se llama José Rosendo, la Maruja no hay que decir que no sirve, poco a poco está sacando los libros y también tanta cosa que tienen en las vitrinas que no dejan tocar y que no sirve y vamos a juntar para hacer suertes. Yo tengo que dar mi trompo, el chharkencho tendrá que ser y cada uno también lo que no le sirve y vamos a juntar y cobrar medio o sino dos por medio cada suerte y vamos a poner en la puerta de calle, pero al otro lado de la reja por donde se entra a la casa del Hugo, para que no vean mucho ellos por si acaso también quieran hacernos devolver la plata. El Hugo no vive en casa, sino al lado y tiene hermana y hermano, y su mamá es una señora que toma el sol; así que donde no hay sol, nadie nos va a ver cuando pongamos las suertes. Es una gran cosa saber dónde está y dónde no está la mamá del Hugo. Para esta cuestión del circo tenemos que estar bien con todos los chicos del barrio y de la casa porque necesitamos animales y soldados y artistas. Hemos pensado en la familia para que nos ayude. Mamilia es grande y usa mantón negro de la cabeza a los pies prendido en su espalda y por aquí y por allá con alfileres de cabeza negra y no es chola ni señorita, sino es señora de mantón y es la planchadora, pero cuando plancha no usa mantón de seda así envuelto, sino que usa un delantal a rayas con bolsillos y es nomás bien buenita porque nunca avisamos si tiene visitas y eso le gusta y esos señores que la visitan a veces, nos dan dulces o pasankallas. Eso es cuando ella no está planchando y apaga los anafes y guarda las planchas y mete la mesa más adentrito y pone una cortina que tiene unos pájaros y unas ramas de tul y no se puede ver dentro y sólo sale un olor de cosas ricas que invita a sus amiguitos. Pero no es por la cortina que nos interesa, sino porque su hija es la Cleme, que tiene ojos de huevo duro y es una consentida que se cree muy niñita linda. Vamos a decir que bueno, que es niñita linda, y entonces la Mamilia, su mamá la planchadora que es bien viva y todo lo sabe, no va a
decir ni esto ni el otro del circo. Porque vamos a necesitar muchas cosas. Y lo malo es que su cuarto es el primerito de todos los bajos y se ve todo lo que hacemos. A ver qué se le ocurre al Oscar y el Marcicu.
Ahora que me acuerdo, la mamá del Marcicu no es la Marcelina como yo creía, sino que es la Marita, que también es negra pero no es tan vieja. Y no es ningún pecado ser negro tampoco. La Marita tiene gatos en su cuarto y hay un loro; pero los gatos dice que no sirven para el circo y son mejor los perros y sólo hay el “Sucumbé”, que es perra y anda siempre con unos colgandijitos en la barriga y no se puede mover muy bien y así no puede saltar y es una perra barrigona y amarilla y más parece un zapatón. También tiene un loro, pero creo que tampoco sirve. Animales van a faltar; la cosa es que no hay. Y por ahora es mejor que piense un poco. Siempre falta tiempo para pensar. Voy al colegio apurado, no muy contento porque no acabé mi tarea y hay borrones en mis cuadernos y a lo mejor mis uñas están sucias y depende si la regente está de buen humor y no me hace ponerme en la fila de los castigados. Después las clases; hay que atender, aprender las tablas de multiplicar y las ciencias naturales y gramática. No es buen tiempo para pensar. Sigue el recreo y mientras no hemos llegado a jugar ni un “pesca-pesca” ya sonó la campana y a las filas y clases.
Sí, yo tengo que decir que en las clases estoy muy feliz. Aprendo igual que los otros del curso, no tengo que “huascar” como algunos, pongo atención cuando explican y así me libro de estudiar en casa. Pero no es por eso que estoy feliz, sino porque mi señorita profesora es hermosa y da gusto mirarla. Tiene un olor muy rico, debe usar un jabón de Reuter que dicen, que es fino porque todo de ella es suave y cuando se ríe sus dientes son blanquitos y no tiene ni un khasa como la señorita del quinto. Y la de nosotros es muy elegante, debe ser ropa de seda y del “Lubr” porque de allí compran en casa cuando es gran cumpleaños de los grandes. Si yo fuera grande me casaría con la señorita, así también tendría siempre buenas notas y ya no tendría que ir mucho a colegio. Y también la quiero porque el otro día la he visto llorar. Yo tuve que volver al curso cuando ya era hora de irnos a casa, tenía que buscar un papel lustre que me había olvidado y ella estaba en el pupitre solita y con un montón de cuadernos, pero cuando entré ella no estaba corrigiendo, estaba pensando creo porque su cara estaba apoyada en su mano como cuando a uno le duele la muela. Y como yo vi que tenía lágrimas creí que era eso. Pero ella dijo que le había entrado una tierrita al ojo. Me dio pena que le ocurran esas cosas justo cuando ya todos se estaban saliendo.
Lo del otro día, de las suertes y los libros del abuelo de la Maruja, ha sido un verdadero lío en toda la casa. Nosotros no teníamos ninguno, si las suertes eran para la gente que pasa, sólo la plata para nosotros y ya teníamos un montón de medios, de reales y creo un billete más o algo así. Querían hacernos devolver los libros del viejito que eran documentos, que eran folletos, que eran colección, que eran antiguos, que eran archivos y por el estilo. Y no eran viejos y medio deshojados y algunos, ya amarillos, y con tapas como decuero viejo; no servían, algunos escritos con mala letra que ni podíamos leer los nombres y del año uno, sin figuras ni nada. Por esos disparates nos han revisado nuestros cajones, y mil preguntas. Nosotros no sabemos quiénes han comprado las suertes. Y las otras cosas también eran cosas que no servían, unos floreros antiguos, y tapetitos y adornos que cada vez se estaban cayendo y había que andar con un cuidadito y retratos de gentes que ya no existen. La misma Maruja nos ha contado que ella oyó decir, y puede jurar no sólo una vez, que ninguno de los retratados ya vivía y que eran unos tipos, tipos de guerra o de la guerra tipos. Y ahora vienen a reclamar y de a buenas o de a malas dice que tenemos que hacer aparecer todas esas cositas. Ya no hay caso. El Chalo es el único que ha entregado unos libros. Él es el que se palla cuanto papel encuentra y en vez de esas antiguallas ha dado una choca muy linda que le había hecho el Tíodomiro con dos carretas y unas argollas que apenas sacamos todavía de la cortina del vestíbulo que no se nota mucho que faltan, esa choca y un volador y unos soldaditos nuevitos que le ha regalado su tío César. Así que él ha perdido todo. La Lola también tenía un libro que ha cambiado en una muñeca que no conozco pero dice que era de carey con gorrito y todo. Y ella quería ese libro solamente para regalarle a su papá porque era en latín, no latón nos ha hecho notar, y eso entiende su papá que es profesor. No sabemos qué hace. Hasta que aparezcan los libros no nos van a dejar juntarnos, estamos casi castigados. Y todas las cosas que ahora dicen que faltan en la casa de la Maruja creen que hemos sacado nosotros. No es cierto, sólo las cosas viejas que no servían. Resulta que los de la casa de adelante no pueden venir al patio de la casa de atrás, y nosotros no podemos meternos con los de la casa de adelante que son la Maruja, el Marcicu, la Elenita, la Cleme, los primos de la Maruja que no viven aquí, pero vienen casi todo el día y son el René, el Armando, la Consuelo y otros más…Y aquí somos yo, Óscar, el Bico, el Chalo, el Jaimito, la Lola, la Luisa, los chitis que no cuentan y los otros nietos de la Mamágrande que son hartos y me da flojera decir. Y es muy importante la Julia aquí porque ella es también negrita y su cabeza es chiriri como una chirimoya, pero tiene muy mal genio y es tremenda, pero va a ser muy necesaria para el circo. Y en la casa hay muchos negros porque la finca de la Mamágrande es en Yungas y allí por el clima todos son negros traídos de África y no se casan negro con indios porque mascan coca y los negros se visten de otra manera y no saben hablar aymara, en eso son blancos. Yo sé muchas historias de los negros como hablan y hablan y mi cuarto es cerca de la Mamágrande, yo sé más cosas que los otros chicos. Me divierte oír y mirar a los grandes cuando ya no podemos jugar.
A veces estoy muerto de sueño, pero procuro no dormirme para oír lo que hablan cuando hay visitas y cuando se van las visitas. Casi nunca faltan porque como la Mamágrande tiene ruedas y no sabe andar, toda la familia tiene que hacerle compañía como dicen y es el jefe de todos, le vienen a decir lo de las fincas y la plata y los peones y la familia. A veces discuten, pelean, sin pegarse pero es claro por la voz que no están a buenas y hay muchas cosas que ahora sé bien. Don Eliseo, que es el hijo de mi Mamágrande, el otro día le ha pedido su parte. No sé de qué parte hablaba. Ella tampoco sabía porque le preguntaba: “¿De qué parte hablas, impávido? ¿No te has ido a Europa? ¿No te has hecho comprar finca? ¿Tú me atiendes? ¿Te pasas los trabajos que mi hija, mi Carmencita, mi Ricardo? ¿Tú me sirves? Más me sirve mi Ocotito que tú”. He oído bien lo de Ocotito y casi lloro ese rato. “Tú estás bueno para decirme palabrotas y sacarme la plata”. Le ha dicho cosas que hasta yo siendo chico me daba vergüenza que es verdad. Y mi Mamágrande es bien machito y todo un caballero, esto han dicho en la cocina los peones que vienen a visitarle cada tanto tiempo trayendo regalos. Y son indios muy decentes y muy caballeros. Esto ha dicho la Mamágrande. Y ella que también es bien mañudita me parece le ha dicho a don Eliseo: “A ver si tú puedes servirme como la Carmencita, levántame como ella hace cada noche y llévame a mi cama”. Yo le ayudo a doña Carmencita a eso, empujo la silla hasta bien cerca, la cama ya está abierta, las sábanas bien almidonadas. Ella le dice: “Abuelita, una… dos…” ya están bien abrazadas y al tres doña Carmencita hace no sé qué maniobra rapidito y la Mamágrande está sentada al borde de la cuja. Yo mientras tanto tengo que sujetar bien la silla para que no se escape. Otras veces en vez de mí es don Ricardo o la Sra. Honoria, o la Rosita, nunca los sirvientes. Entonces, me dice: “Gracias, hijito, puedes irte”. Y ya empieza a quitarle las agujas del moño, las pone en un platillito, le hace una trenza, le pone el gorro como de guagua con cintitas y cositas; le quita la manta, le quita un saquito con un montón de corchetes, tric, tric, tric, creo que deben ser unos veinte, le quita otra blusita blanca con ballenas o no sé qué como ballenas algo así pero esa blusita se queda tiesa como un cartucho celeste o rosado y le pone un camisón que está dobladito sobre la cama y al desdoblar hace ruido como papel porque está todo pegado con la plancha. Yo he visto que doña Emilia lo plancha con “sumo cuidado” dice ella, sin una arruguita tiene que ser y eso que es muy grande y muy ancho dice ella y ocupa toda la mesa y todavía cae hasta el suelo y por eso tiene que poner un trapo blanco para que no se ensucie y le da doble trabajo. Y le quita una falda y después otra falda y antes de quitarle la otra ya le mete el camisón y ella bajo esa carpa almidonada que cruje bonito hace unos ejercicios y resbala a sus pies otro montón de ropitas. Se agacha doña Carmencita, las recoge y con todo cuidado además le saca unas medias muy largas de lana, las estira abriendo los brazos para ver si están completas y retira las botitas de paño con borde de piel parece. Junta todo sobre el banquito, Mamágrande espera mirando cada movimiento por si acaso falte alguno y ya está ladeándose un poco contra la almohada grande y cuadrada. Doña Carmencita se vuelve a agachar, le envuelve las patitas en el largo camisón y ¡tran! Se las levanta y las mete en la cama, alisa todo, le quita el almohadón grande, tira bien el embozo, le arregla el pelo, le da un beso en la frente, recorre la silla de ruedas, se sienta cerca de la cama en un puf, así le llama a una silla redonda que no tiene lo de atrás por ningún lado. Entonces viene muy chevió, muy terciopelo, muy encajitos doña Honoria con una charolita y tacitas de café. Y las tres toman su pocillito con varias “ces”. Por fin sé cuáles son las ces, ayer aprendí. Siempre me preocupaba cuando les oía decir que faltaba una ce. La cosa es así: con calma, caliente, cargado, conversado, cigarreando. Quién iba a adivinar. Las que cigarrean son Mamágrande y su hija Honoria, porque doña Carmencita, hija de doña Honoria, no cigarrea. Como no puede usar bien las manos la más vieja, don Ricardo, que es hermano de doña Carmencita, ha fabricado un alambre largo, lo ha doblado por la mitad, en esa mitad ha puesto un lápiz, ha hecho dar vueltas el lápiz y ha resultado como un palo de alambre y donde estaba el agujero que no se ha torcido ahora entre el cigarrillo de Mamágrande y ella maneja una punta y la otra punta le va a la boca y de ahí fuma. Bueno y después se lleva afuera la charola y en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo hasta que por fin dicen por última vez amén y todavía sigue otra melodía y una dice una cosa y las otras dicen siempre igual ora pro nobis, ora pro nobis hasta que se cansan. Y yo también ya estoy bien cansado y aburrido haciendo mi tarea en la mesa redonda o en mi cuarto tardándome horas en desvestirme y a veces me duermo así nomás y doña Honoria con cuidadito me hace acostar. Yo despierto un poco cuando me hace cariños en la cabeza. Al día siguiente procuro que mi cabeza no esté sucia para que me vuelva a pasar la mano suavito por los pelos. Me gusta y me parece que duermo más contento.
En estos días que estamos medio castigados por eso de los libros y las suertes las chicas han tenido una buena idea. Como hemos dicho que somos prisioneros a la Lola se le ha ocurrido hacer comidas y repartirnos. Las chicas tienen braseros, ollitas, huisllas, chúas, todo de Alacitas. Cada una ha sacado lo que tiene y están cocinando en ese lugar al lado del depósito que hay bajo las gradas del costurero. Cada una ha sacado lo que puede de sus mamás y de las cocineras: papas, chuño, choclos, queso, también carbón para atizar los braseritos. No se puede decir que es muy rico lo que hacen, y muy durito todo y también no entra mucho en los platitos, pero es una distracción y así las chicas no molestan tanto y nos sirven, aunque no sea muy bien, pero que se acostumbren cuando se casen. Eso ha dicho la Mamilia y ha sido buena porque no ha hecho cuento con las mamás, como también su hija Cleme, la de cara de auto, está metida con la Maruja, la Lola, la Elena, la Luisa, no nos ha acusado y más bien deabuenas les ha hecho dar permiso a las chicas para que saquen unos bollos de chocolate y unas kaukas porque así no se acostumbran a robar dice. Pero yo creo que nos vamos a cansar de ese juego porque es aburrido esperar horas para que le den un platito con una papa, un pedacito de queso y así, el chocolate aguado en tazas de juguete, pero uno de estos días van a hacer chorizos, el día que la Marita vaya al mercado. Las mujeres no son gran cosa para jugar, pero hay que estar bien con ellas. Cuando jugamos el ángel de la bola de oro o pasara pasara mi barquito se necesita harta gente para que puedan agarrar de la cintura al que está delante y jalar fuerte hasta romper las manos de los que están a la cabeza de cada fila. También para ladrones y celadores, aquí hay huevitos, el tiznado no se puede ser muy pocos porque se acaba el juego muy rápido y hay que descansar, los chitis son llorones, se caen, se lastiman y nos embroman.
La cosa está pasando un poco. Si aparecen cinco libros de los yo creo veintisiete que hemos puesto en suertes no nos van a molestar más. El Óscar tiene una idea. Sacar del escritorio de don Pancho unos libros muy lindos que él tiene con figuras y todo y como son nuevos cualquiera los cambia con unos viejotes como ésos que se han encaprichado los papás y el abuelo de la Maruja. También dice que hay en el depósito petacas de libros y que nadie va a notar si sacamos unos cuantos. A mí no me gusta mucho la idea porque se va a hacer otro lío en esta casa. Y con todo lo que nos han predicado que sacar lo ajeno es pecado y eso se llama robar y sólo porque no sabíamos no nos han dado tremendo castigo, pero si volvemos a hacer y que ésto y que lo otro y qué diríamos si los grandes sacaran nuestros juguetes y pusieran suertes sin nuestro permiso. Pero es pues muy distinto. Ellos tienen plata y pueden comprarse y eran unos libros viejísimos y las otras cosas tampoco servían, en cambio los juguetes no son cualquier cosa. Los mismos grandes han dicho que esos objetos no tienen precio. Y si no tienen precio por qué tanto lío. Nosotros felices de que paguen un real por esos cuadernos ni siquiera algunos empastados, escritos a mano que casi ni se leía y con unos sellos y unas firmas más raras. No se entiende a los grandes.
Frente a una ventana del noveno piso de la International House, empezó a dibujarse súbitamente el contorno de esta vida desconocida a la que Yona había ingresado esta misma mañana ¿Cómo había sido todo antes, y cómo era en este momento? Lágrimas inconscientes y frías hacían moverse y entreverarse los techos y chimeneas del oeste de Nueva York. Lágrimas medio congeladas que no mojaban la cara, pero caían como si fueran de cristal, de una materia diferente al organismo, diferente a la sangre. Se había formado algo como una pared dura y transparente entre lo que era y lo que podría ser ahora. Divididas por este muro, estaban sus altísimas montañas del altiplano, su viento frío de latigazo cantante sobre la puna bravía. Estaba la luz sin atmósfera de sus cuatro mil metros sobre el nivel del mar; su casita allí lejos en un país raro, poblado de indios, recorrido por llamas y asnos; estaba el lenguaje familiar de sus gentes, de las casas coloniales con sus retorcidas rejas y tiestos de naranjos; estaba la casa cerrada de los abuelos, con olor a retamas y a ungüentos para el reumatismo. Estaban las mil expresiones de lo caminado que se fueron sumando a la faz de su madre, de su padre, de sus hermanos, de los sirvientes, de los conocidos y de los extraños. En fin, las angustias infantiles, las ternuras y blancas alegrías, la adolescencia pensativa.
Y aquí, a este lado de la pared de lágrimas, otra vez Yona, con una vida intacta, frente a una ventana altísima contemplando techos sin fisonomía, humos de chimeneas, ir y venir de cosas aún mudas y ya ensordecedoras. Sin embargo, se sentía acaso más íntegra, más consigo misma, más purificada en la soledad, más dueña de sus propios anhelos y esperanzas.
Se apartó de la visión de los techos y, escondiendo la cara en la barrera de sus dedos, se hundió en el único sillón del diminuto cuarto de hotel. Aquel primer contacto con algo material que la recibía, que la acogía, pareció en aquel momento transformar la sustancia vegetal de árbol y la materia animal en brazos y tapiz de lana para recibir su menudo cuerpo, comunicándole una sensación de gratitud. Este sillón era lo primero que se le brindaba como algo suyo, moldeándose a su peso. Junto a la cama, la maleta a medio vaciar abría un bostezo confiado. Es claro, una maleta está hecha para los cambios continuos; no tiene residencia fija y su solo descanso consiste en moverse y su solo tormento es arrinconarse en el sótano para soñar otro viaje. No era lo mismo con Yona. Ella era también como una valija viajera, ansiosa de cambiar; pero era también diferente. La maleta se desalojaba de su contenido en cuanto asomaba a una residencia. Ella llevaba alegre, o a pesar suyo, el bagaje de su existencia. Más allí, sobre la cómoda, el pequeño maletín dejaba escapar la manga de un pijama de seda y dos o tres cartas recibidas en los puertos. Si todo fuera así –pensó–, ir sacando las prendas de los baúles y colgarlas en un ropero, distribuirlas en los cajones, en las paredes, y volver a empezar caminos inéditos. ¿Acaso no somos todos como las cosas mismas? Transformaciones misteriosas a formas incontables hasta llegar a lo que somos en este instante. Después, seguir cambiando; las telas se habrán gastado; habrá caído alguna mancha en nuestro traje; se habrá desgarrado un pedazo o desprendido un botón, igual pasa con nosotros. Desgarrones, una luz diferente convertirá las manchas en adornos de nuestra alma. Remendaremos los trajes con telas parecidas y con hilos desiguales, sustituiremos este botón por otro; mandaremos a la limpieza nuestro abrigo; e iremos sustituyendo nuestros pequeños fracasos con alegrías frescas. Siempre algo de maravillas en nuestro devenir.
Sin querer, Yona pensó en su cuarto en La Paz. Sus padres estarían trajinando los mismos sitios y verían sus esculturas en las repisas; recordarían que aquel empapelado con motivos indígenas lo había pintado ella. Recordarían actitudes abandonados por aquí y por allá, veinte años. Tal vez su madre estaría arrinconando las cosas para la hija inservibles; correría la cortina del andamio; apartaría los libros de la mesa y los pondría en el estante. Y cuando llegara la hora del almuerzo, en el primer día que Yona faltó a la casa, la hermana habrá tomado su sitio para servir la sopa. Nadie, o todos, mencionarían el nombre, sin querer comunicarle esa angustia de que les llenaba la ausencia…
Súbitamente tomó el teléfono y llamó a la administración. –¿Quiere Ud. darme una habitación con vista sobre el río?–. –Will you please say that in English?–. Cierto, ella lo había dicho en su propio idioma, había hablado tras de la pared de vidrio. Se puso de otro lado y lo dijo en inglés.
Unos minutos después subía un macizo negro con su carretilla para baúles. Melancólico y paternal, el sirviente sonrió con labios anchos y blancos dientes apretados.
El ascensor se sumió en su camino vertical, en huída hacia la tierra, una huída de esas que podrían ser definitivas y luego, después de una serie de corredores, otro ascensor empezó un camino de pesada flecha hacia la altura.
Piso 9 al oeste, pieza 981 a la derecha. Allí empezaron los días de Nueva York. Ni una sola persona conocida…
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